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Cómo ayudar a los soviéticos

Durante la II Guerra Mundial, el coronel Blimp, conocido personaje de los dibujos animados británicos, hizo este comentario: "Lo único bueno que se puede decir del caos es que es bueno para la libre empresa". No obstante, el caos engendrado por la dureza de las condiciones económicas no es exactamente un buen reclamo para la democracia y las libertades personales.Los nuevos dirigentes del antiguo imperio soviético lo saben. Y, en consectiencia, solicitarán ayuda a Estados Unidos, Europa occidental y Japón. Tenemos la obligación de responder, y generosamente. La discusión de detalles como quién debe recibir la ayuda o cómo se ha de distribuir no debería convertirse en una excusa para su aplazamiento.

Sorprendentemente, algunas de las voces más claras y con más confianza en sí mismas de nuestro tiempo se han quedado, o se quedarán reducidas a un mero murmullo al enfrentarse con la cuestión de la ayuda. "Es demasiado pronto para poder decir lo que va a suceder", nos dirán. "Tenemos que esperar a ver lo que pasa", aconsejan.

Por desgracia, esta actitud ha dado lugar a sugerencias verdaderamente ridículas acerca de la forma que debería adoptar la ayuda. Algunas propuestas son claros intentos de reducir el coste de la aportación.

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El ofrecer asesoramiento -técnico, económico o político- es una muestra de un tipo de ayuda cuyo principal y unico mérito es su bajo coste. En la mayoría de los casos, dicho asesoramiento es simple, evidente y banal, como, por ejemplo, consejos sobre cómo conseguir una moneda convertible, un mercado de valores o un mercado de verduras.

Nada de esto requiere más de una hora de enseñanza, y ya hay cientos de rusos o, en su caso, de letones, que poseen los conocimientos necesarios.

También se presentarán solemnes proyectos que garanticen la inversión en la estructura industrial básica del país: siderurgia, cemento, bienes de equipo, petroquímica, transporte y, sin lugar a dudas, mejora del sistema de eliminación de los residuos urbanos.

El problema es que, si bien muchos de estos sectores de la economía soviética se encuentran en una situacion precaria y obsoleta de acuerdo con los patrones occidentales, también hay otros en los que los países comunistas ocupan las primeras posiciones. Nunca hemos dudado de la eficacia de la planificación soviética en el terrerío de la tecnología militar y su producción, como demuestran las enormes inversiones de Estados Unidos en defensa.

Es en la producción de bienes de consumo y alimentos donde más estrepitoso ha resultado el fracaso del sistema de mando soviético. Ahí es donde podemos ser de más ayuda.

Los alimentos no tienen por qué constituir ningún problema. Los productores estadounidenses de cereales son generosos y no hacen distinciones de carácter político entre sus clientes extranjeros. Como principales proveedores de los soviéticos, nunca creyeron que las simples diferencias ideológicas o las medidas adversas debieran interponerse en el camino de sus envíos. El presidente Jimmy Carter lo descubrió cuando suspendió los envíos de cereales a la Unión Soviética a causa de la invasión de Afganistán.

Nuestra ayuda alimenticia debe comprender ahora no sólo cereales sino también otros productos agrícolas. Esto, por cierto, le proporcionaría a George Bush algo más que unos cuantos aplausos sin demasiado entusiasmo por parte de los agricultores norteamericanos.

Por lo que respecta a los bienes de consumo, hay que dejar que las nuevas repúblicas recién arrancadas al comunismo elijan. En la lista de la compra figurarán, entre otras muchas cosas, medicinas, jabón, pantalones vaqueros, zapatos, materias primas textiles y cigarrillos. Todo esto lo pagarían EE UU y los demás países suministradores de ayuda. Con el tiempo, se pasaría a los bienes de producción, a todo lo necesario para una inversión productiva y permanente. Pero por ahora, lo que hacen falta son cosas de comer, de vestir y de usar.

La adquisición de bienes de consumo tendrá un efecto estimulante sobre los mercados norteamericanos, que atraviesan ahora una etapa de depresión. No debería suponer un gran aumento del presupuesto federal, porque sustituiría a los gastos militares y la ayuda militar, que resultan superfluos tras el fin de la guerra fría y de la misma Unión Soviética. No debemos olvidar que un dólar invertido en el terreno civil es mucho más eficaz a la hora de crear empleo que ese mismo dólar gastado en cualquier tipo de armas exóticas. Y, también en este caso, Bush se vería beneficiado políticamente. Rara vez alguien con mis ideas políticas ha apoyado tan decididamente a un presidente republicano en el poder.

Naturalmente, cabe otra posibilidad: que Bush, como ha hecho otras veces, trate de apoyar a estas repúblicas que nacen, no con ayuda material, sino con un brillante discurso en el que la oferta de asesoramiento sea el tema central. Este tipo de oratoria ha sido hasta ahora la terapia favorita del presidente. Si recurre otra vez a ella, perderá lo que podría ser la mayor oportunidad de nuestras vidas.

John Kenneth Galbraith economista y escritor, es en la actualidad profesor emérito de Economía en la Universidad de Harvard. C 1991, New Perspectives Quarterly, distribuido por Los Ángeles Times Syndicate.

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