_
_
_
_
LA REVOLUCIÓN DE AGOSTO

"Barriga llena, corazón contento"

Los campesinos rusos celebran la democracia, pero temen al invierno

"Lo importante es que el pueblo tenga qué comer. Todo lo demás está bien, pero si no hay alimentos da lo mismo quién esté en el Gobierno. Claro que estamos contentos de que el golpe militar no haya triunfado y que los dirigentes comunistas estén en la cárcel, pero lo que nos preocupa es cómo pasaremos este invierno... y el siguiente". Anatoly enciende un cigarrillo mientras explica con vehemencia su filosofía, que se resume en un viejo dicho ruso: "Barriga llena, corazón contento".

Más información
Major viaja al comunismo chino
La URSS disuelve los órganos del poder central y abre un periodo constituyente
Un diputado descalifica la declaración de los 11 presidentes
El golpe constitucional de Gorbachov
Bush reconoce la independencia de los países bálticos
El aislamiento de los comunistas de Asia

Tiene 45 años y decidió hace cinco dejar la ciudad e instalarse con su familia en el campo. Vive en una aldea a 70 kilómetros de Leningrado, Vyra, y piensa, igual que otros cuatro campesinos que construían una casa de madera, que tendrán que pasar por lo menos 15 años hasta que Rusia "sea una gran nación otra vez".La vida en el campo es todavía agradable en esta época del año. Amanece antes de las 7.00 y el sol calienta mucho durante todo el día. A una hora en coche de Leningrado, viajando hacia el sur, se pueden encontrar innumerables aldeas de campesinos. Son grupos de casas de madera, cada una de ellas rodeada por un huerto, algunos invernaderos y pequeños establos o gallineros. Allí viven familias de las de antes; con tres o cuatro hijos. En la ciudad nadie puede criar más de un niño, porque no hay sitio en donde tenerlos. El Estado concede nueve metros cuadrados por cada miembro de una familia y en ese espacio no es recomendable criar hijos. En el campo es otra cosa.

Vera es una mujer rusa de ojos azules que siempre ha vivido en el campo. Tiene una casa de piedra y madera que construyó su marido Alexandr. Entre los dos suman 100 años y viven con sus dos hijos, Giorki y Dimitri (23 y 21 años), y su hija de 16, Cathia. Cuando nos acercamos a su granja, Vera está pensativa, sentada en la escalera de la entrada, aprovechando el intenso sol del mediodía.

No le importa hablar con periodistas, aunque se muestra tímida durante toda la conversación y reacia a dar su opinión sobre algunos temas políticos. "Yo soy una campesina y no sé de política", dice con una sonrisa nerviosa, "aunque toda mi familia y yo misma lo pasamos muy mal durante los días que duró el golpe de Estado. El corazón nos decía que no podía triunfar un acto de ese tipo, pero la verdad es que pasamos mucho miedo. Escuchábamos lo que decía el alcalde de Leningrado por la televisión y las noticias que daban desde Radio Libertad. Cuando todo pasó, fuimos a rezar y agradecer a Dios que no hubiera permitido que el golpe triunfara".

Iconos y medallas

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Vera muestra varios iconos y me dallas cuando explica que son una familia muy cristiana y que acuden juntos a rezar a una pequeña iglesia ortodoxa, a dos kilómetros de su casa. A lo mejor por esa educación religiosa dice rápidamente que no se debe matar a los golpistas, como piden algunos en Moscú. "Lo que sí se podría hacer", dice con sonrisa pícara, "es cumplir una vieja tradición rusa por la que a los malhechores se les bajaban los pantalones en la plaza pública y se les azotaba el trasero con una vara..., eso estaría bien".

Vera tiene un caballo, una docena de gallinas, algunos conejos y bastante tierra en la que cultiva zanahorias, patatas y coles. Su marido trabaja en una cooperativa que se dedica a construir viviendas. "Aquí se vive bastante bien, aunque siempre faltan cosas", explica la campesina. "Tengo esperanza de que, con la ayuda de Dios, Rusia tenga un futuro de paz y prosperidad. Los últimos 70 años han sido malos porque el comunismo ha vuelto la espalda al cielo".

Pasa de la religión a la política y, como el que no quiere la cosa, Vera dice que le parece bien que haya algunos Estados que quieran ser independientes de la Unión Soviética. "No se pueden mantener unidas las repúblicas si el pueblo no quiere. Lo importante es vivir en paz". No quiere oír hablar de ayuda exterior para reconstruir el país o solucionar los problemas más urgentes. "Por qué nos tienen que ayudar desde fuera? Nuestros padres y nuestros abuelos vivieron felices aquí y nosotros podemos hacerlo igual".

Contraste de ideas

Las ideas moderadas de Vera contrastan con las de un grupo de campesinos que construye una gran casa de madera en me dio de un prado. Ninguno de los cinco pone reparos a hablar de lo que está sucediendo en la URSS aunque uno de ellos toma la palabra una y otra vez para responder a las preguntas del periodista.

Anatoly tiene una gran barba negra y blanca, y un pelo despeinado que recuerda a los viejos rusos de la época de los zares. Está muy orgulloso de haber dejado la ciudad y tener su propia casa, su terreno, vacas, pavos, gallinas, gansos... y hasta un tractor que tuvo que ir a comprar a Moscú. "Lo que está pasando aquí", dice sin pensárselo demasiado, "es la historia de siempre. Vamos de un lado a otro, como un barco en medio de una tormenta. Estamos cansados de oír siempre lo mismo. Nos ofrecen muchas cosas, que luego no cumplen. Porque lo que ofrecían los golpistas no estaba tan mal, y tampoco lo que dicen ahora los demócratas. Deberían saber que lo que hay que hacer se puede contar con los dedos de una mano: destinar todo el dinero a los agricultores para que haya comida suficiente para todos, aumentar la producción de medicinas, desarrollar una industria propia y organizar un ejército del pueblo. Lo demás no importa".

El grupo de campesinos escucha muy serio las recetas de Anatoly, y asiente cuando dice una y otra vez que lo importante es que el pueblo tenga qué comer y cuenta el dicho de "barriga llena, corazón contento". Alguno de ellos se muestra más radical cuando se les pregunta qué habría que hacer con los golpistas. "Matarlos. Ejecutarlos en público", dicen dos de ellos, los más jóvenes. "No, qué va", responde Veniamin, que con 50 años parece el mayor y también el más moderado. "No creo que se les deba matar. Sería mejor explicarles en qué consiste el proyecto de una Rusia democrática y permitirles que la disfruten. Aunque, eso sí, que vivan como hombres del pueblo y que aprendan lo que es no tener privilegios, sufrir y trabajar". "Estoy de acuerdo", dice Anatoly, "aunque habrá que juzgarles antes de perdonarles". El quinto campesino del grupo dice escuetamente: "Yo no les mataría, pero les pondría entre rejas el resto de sus vidas".

Cuando se les pregunta que quién es el mejor político de la URSS, todos quieren hablar a la vez. Así que organizamos una pequeña votación, en la que Borís Yeltsin sale victorioso, por cuatro votos a uno. Anatoly no quiere reconocer que el presidente de Rusia sea el mejor de todos y se enfada cuando los demás dicen que la estrella de Gorbachov ya cayó". "No hay que olvidar", explica Anatoly, "que todo el cambio empezó gracias a Gorbachov. No se puede decir nada malo de él. Aunque podamos discutir muchas de las cosas que ha hecho o dicho, ni Yeltsin, ni nadie hubieran podido gobernar este país en democracia". Todos asienten, aunque vuelven a decir que prefieren al presidente de Rusia. "Él paró el golpe", afirma Veniamin. "Si no hubiera salido a la calle y movilizado a la gente, hubiéramos vuelto a los tiempos de Stalin".

Años de miseria

Todos coinciden en que el comunismo ha sido la causa de muchos años de miseria y ninguno se muestra especialmente optimista sobre el futuro próximo.

"Nos quedan por lo menos 15 años de malvivir", dice Veniamin. "O más", sentencia Anatoly, "no se arreglan las cosas de un día para otro". Sin embargo, esa preopación co ntrasta con las apariencias. Todos parecen Vivir muy contentos, lejos de las preocupaciones, las colas, la carestía y el hacinamiento de las grandes eltidades soviéticas. "No se crea", dice la mujer de Anatoly, que recogía patatas junto a la casa en, construcción, "el invierno aquí es muy duro. En la ciudad sierripre se pueden encontrar la cornida o la ropa necesaria para vivir, aunque sea a precios abusivos. Pero aquí, en el carripo, no llega casi nada. Dependemos de nosotros mismos".

Los campesinos posan contentos para el fotógrafo, mientras encienden los cigarrillos Marlboro que él les ofrece. Muestran su hospitalidad diciendo que pueden encender un fuego y hacer té para todos los presentes. Pero se les ve ocupados en la construcción de la casa. Grandes troncos de madera, hachas, sierras, cuerdas... y sobre todo, mucho esfuerzo. "Hay que terminarla antes del invierno", explica uno de ellos, "luego hay quién corte la madera". "Aquí tienen unos amigos para siempre", grita Anatoly tras las despedidas.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_