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El fin del comunismo

Juan Luis Cebrián

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Es difícil decir nada nuevo, o sugerente, sobre la crisis soviética y el desmoronamiento acelerado de los sistemas comunistas, como no sea insistir en la perplejidad y, falta de método de que hace gala un sector de la inteligencia occidental a la hora de analizar los acontecimientos. A estas alturas, muy pocos apostarán ya por que el siglo termine con la distribución de fronteras y Estados nacionales en Europa, que fueron consagrados solemnemente en el Acta de Helsinki. La unificación alemana había alertado sobre la inutilidad de seguir aferrados a unas convenciones jurídicas y diplomáticas que emanaban de una situación de guerra fría. Y los sucesos de Moscú han logrado empequeñecer injustamente los enfrentamientos en Yugoslavia, preludio y ejemplo de conflictos que pueden repetirse en las repúblicas bálticas de la Unión Soviética. Los acontecimientos van tan deprisa que en el plazo de tiempo en el que he escrito este artículo las actividades del Partido Comunista de la Federación Rusa han sido prohibidas por Yeltsin mientras el edificio del Comité Central en Moscú era requisado por el alcalde, Popov, que procedía, a cerrar sus instalaciones. De modo que, quizá, cuando estas líneas vean la luz hayan envejecido tanto que cualquier previsión que pudiera aventurar en ellas se podría ver desmentida por los hechos de una realidad desbocada. En ella, a lomos de la democracia, cabalgan también el populismo y el arbitrismo, en un desorden tan hermoso como inquietante.De todas formas, algunas cosas sí podemos dar por ciertas, y no es la menor el fracaso del modelo socialista como sistema de creación y distribución de riqueza. Aunque también merece una reflexión esta primavera de nacionalismos brillantes, con sus banderas, sus himnos y su apelación a las diversas patrias, que hará incluso correr la sangre y pondrá en jaque los intentos, del todo tímidos, de construcción de un orden mundial que algunos auguraban. Por último, y aunque parezca anecdótico, no está de más reparar en el recalcitrante silencio de quienes nos castigaron los oídos con las excelencias y sufrimientos del régimen de Sadam Husein, ante el apoyo, absolutamente consecuente, que el carnicero del Oriente Medio dio desde un primer momento al golpe de Estado contra Gorbachov. Tanta afasia sólo puede deberse a una de dos cosas, ignorancia o falta de honestidad moral, y muy probablemente, a las dos juntas.

En un país como éste, gobernado por la izquierda nominal y en el que la derecha todavía arrastra una larga tradición de ofensa a las libertades -de la que se ha desprendido hace no mucho tiempo-, el reconocimiento de lo que sucede tiene que ser obligatoriamente más costoso que en regiones en donde disfrutan desde hace siglos de las libertades democráticas, y que entronizaron los derechos del individuo como base del sistema de representación política. Porque lo que ya es innegable es que los regímenes del socialismo real han devenido hasta la caricatura en sistemas militaristas y policiales, en los que la apelación a la fuerza es el único y desesperado método que posee el Partido gobernante para tratar de mantenerse en el poder. Fuera de eso, la propiedad pública de los medios de producción, base esencial del sistema económico, ha demostrado ser una ingente máquina de fabricar miseria, un venero de corrupciones y marginaciones y un pésimo método de redistribución de riqueza. De modo y manera que es verdad que nada, o muy poco, de lo que estudiamos o de aquello por lo que soñábamos en los años sesenta tiene ya que ver con la realidad de las cosas.

A lo que el mundo asiste hoy día, televisado en directo desde la Plaza Roja, es a las exequias del comunismo como experimento pseudocientífico de organización social y política. Naturalmente, eso hace frotarse las manos de entusiasmo a los representantes de lo más granado de la reacción conservadora, porque ven en los hechos de ahora una justificación a sus errores y crímenes de antaño. Pero al margen de semejantes y ominosas tentaciones, la mala conciencia o la simple incomodidad de la inteligencia de izquierdas conduce recurrentemente a análisis conmiserativos y autoexculpadores de las propias ideas. Según éstos, en realidad lo que se estaría desmoronando no es el socialismo, sino una forma perversa del mismo, ya denunciada hace años por los socialdemócratas de Bad-Godesberg o por los eurocomunistas de Carrillo y Berlinguer. Con lo que todos podemos dormir tranquilos.

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Descubrir ahora las aportaciones sustanciales del socialismo histórico -y aun del utópico- a la modificación de las condiciones de trabajo y el sistema de distribución de los países industrializados democráticos parece innecesario. Es obvio que el capitalismo de hoy nada o muy poco tiene que ver con el espectáculo del liberalismo salvaje denunciado por Marx y que dio origen a los movimientos sociales de la época. De entonces acá nos separan, sin embargo, demasiadas cosas. La invención de la electrónica, el poder nuclear, dos guerras mundiales y la descolonización del Tercer Mundo han cambiado tanto las relaciones de producción como las existentes entre los países. El marxismo, quizás la palabra más satanizada de mi generación, parece que se ha quedado para los libros de Historia o los de Filosofía. Pero lo formidablemente ingenuo fue el empeño de buscar una respuesta científica a la organización de los pueblos y aplicarla a cualquier precio, como se hizo en la Europa del Este, el África revolucionaria o Cuba, ante la ceguera y el silencio de tantos bienintencionados intelectuales. Y lo más doloroso es la falta de coraje que impide hoy el reconocimiento de los errores, sin el que no será posible avanzar en la búsqueda de nuevas respuestas que, todavía, el mundo necesita.

Quizá por la juventud de nuestra democracia o por nuestra propia y peculiar historia nacional, todo esto es hoy mucho más visible en España que en casi ningún otro país de la Comunidad Europea. Lo sufrimos en ocasión de la Guerra del Golfo, cuando los tic antinorteamericanos y el progresismo a la violeta se confabularon para arrojar a las tinieblas exteriores a todo aquel que no apoyara la causa criminal de Sadam Husein. Así se ejercía una vez más el derecho de pernada que la respetabilidad moral que cierta sedicente izquierda tiende a adjudicarse. La opacidad de sus plumas después de todo lo sucedido sólo es comparable, una vez más, a la que exhiben hoy ante el espectáculo impresionante de Mijaíl Gorbachov, defendiéndose de las acusaciones públicas de que el Partido Comunista de la Unión Soviética es una organización criminal y acogiéndose a los principios de la democracia pluralista para responder negativamente a las demandas de prohibición del comunismo en la Unión Soviética. La democracia es hoy -felizmente- el único asidero válido para todos, al margen las diferencias y posiciones ideológicas. Pero me pregunto si el solo mantenimiento de la misma servirá a secas para sacar a los pueblos del antiguo imperio soviético y a los del Tercer Mundo de la postración en que se encuentran. Si no es preciso un esfuerzo de acumulación no sólo de dinero y ayuda económica sino de pensamiento y caudal moral, que efectivamente apoyen esa tarea. Con el comunismo desaparece un sistema globalizador que trataba de entender y transformar el conjunto de la realidad. También el fascismo y otras ideologías cometieron el mismo delito. Pero la durabilidad de la guerra fría y el poderío militar de la Unión Soviética habían llevado al mundo a un método esquemático de Gobierno que se polarizaba a favor o en contra de alguna de las dos superpotencias existentes. Todo eso se nos ha venido abajo y tan difícil como predecir el futuro de la URSS es hacerlo sobre nuestro propio futuro. La ausencia de ideaciones más brillantes, la falta de investigación en torno a un nuevo sistema de valores, que nos permita analizar la realidad, han dejado paso a la magia y la religión. El fundamentalismo tiende a ocupar el vacío que las fenecidas construcciones ideológicas generan. Y en el nacionalismo rampante de las repúblicas soviéticas no podemos dejar de ver con preocupación la creación de nuevas naciones-Estado en las que su miserable condición económica contrasta todavía con su considerable poderío militar basado en el terror atómico. Es imposible despreciar los peligros potenciales que esta dispersión del poder nuclear encierra para el equilibrio mundial.

Como dice Octavio Paz, la caída del muro de Berlín nos enseñó que no eran válidas las respuestas que la humanidad había querido dar a sus problemas, pero eso no significa que las preguntas no subsistan. El fin del comunismo, contra lo que imaginara el brillante Fukuyama, no es precisamente el de la historia. Antes bien, si uno atiende a los acontecimientos de estos días, parece el comienzo de una etapa alucinante y misteriosa de la misma.

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