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La derrota de los albaneses

Italia reprime el motín y devuelve a los fugitivos a su país

Juan Jesús Aznárez

ENVIADO ESPECIAL El estacazo en la cara del albanés que se engallaba con el carabinero italiano sonó seco, decisivo, ejemplar. Otros garrotazos en cuerpos laminados por el ansia, la rabia, el hambre o el agotamiento acabaron ayer con los intentos de sublevación registrados en la explanada del estadio de Bari, donde se amontonaban más de 7.000 albaneses en espera de una repatriación forzosa.

Once aviones militares y cuatro barcos efectúan travesías de vuelta hacia Albania con un pasaje de soñadores fracasados y con quienes la noche del miércoles y la mañana del jueves se rompían los huesos rebotando sobre los muelles del puerto itallano, descolgándose ciegos desde la cubierta del buque Vlora que parecía una colmena de abejas arracirnadas.

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"Llevamos cuatro días sin comer"

Viene de la primera páginaEn miserables cordadas de 50, 60 o 100, los albaneses eran conducidos ayer a los autobuses de regreso sin contemplaciones y los más animosos saludaban por las ventanillas en el recorrido hacia los puntos de embarque por tierra o mar que les devolverán a una patria no deseada. Cada refugiado era escoltado por un policía. Las posibilidades de eludir la deportación eran mínimas.

Los hospitales de Bari estaban repletos ayer de albaneses. Los menos, con las huellas del garrote policial. Los más, con las de la enfermedad y el hambre, tras varios días sin comer. La comida lanzada por los helicópteros sobre el estadio o la que se hizo llegar por otros medios fue insuficiente.

Son más de 1.000 los miembros de los cuerpos de seguridad italiana que controlan a los albaneses en campamentos levantados en las inmediaciones de los lugares de concentración.

Temperaturas de más de 30 grados y una creciente debilidad diezmaban a los 7.000 albaneses que aguardaban en la solana infernal del estadio de Bari y a otros 3.000 acorralados por la policía y el ejército en los secaderos del puerto cuya bocana embistió el Vlora con el puesto de mando tomado por los fugitivos.

En la explanada exterior, más de 1.000 refugiados esperan la llegada de los autobuses; casi el 80% son hombres de entre 20 y 35 años, casi la mitad llevan el torso al descubierto y se protegen del sol con camisetas que más parecen vendas. "Llevamos tres días sin comer", "tres no, cuatro", dicen.

Cuando el periodista se acerca a ellos, las quejas sobre el trato en la detención y las lamentaciones son grandes e histriónicamente amargas.

Se agitan los corrillos parias y los carabineros mantienen la agrupación descansando garrote y porras sobre costillares que el ayuno destaca con alarmante definición. Otros con palos o varillas metálicas amagan zurriagazos a quienes en permanente estado de rebeldía profieren gritos de protesta y exigen comida, agua y medicamentos. Desde las gradas del estadio, chavales de 10 o 12 años lanzan piedras sobre los carabineros.

Los emigrantes clandestinos se hacen entender con gestos dramáticamente exagerados: alzan vigorosamente tres o cuatro dedos de la mano para numerar los días de dieta, baten estómagos hundidos y ponen los ojos en blanco para ilustrar sobre sufrimientos cuya veracidad es evidente.

Las autoridades de Bari han instalado pequeños dispensarios. En tiendas de campaña militares se cobija a los más necesitados. Constantemente se rompe fila en la concentración del estadio y parejas de refugiados surgen de ella conteniendo a un adolescente desmayado, a una joven que arrastra los pies, a una embarazada sin fuerzas o a un pícaro que simulando actuar de enfermero pone pies en polvorosa.

Los acompañantes de quienes desfallecen deben volver al estadio, y quienes se resisten reciben un estacazo como el que cruzó la cara a aquel albanés que hizo frente a los policías por estimar que su presencia era imprescindible en la atención del amigo caído.

Mientras, helicópteros de las fuerzas de seguridad descargan agua y alimentos de primera necesidad sobre el campo de fútbol. Soldados y personal sanitario cuidan también de quienes se desploman en el asfalto. Es constante el paso de ambulancias por las calles de Bari y el tráfico de vehículos militares con soldados que mantienen bajo control una situación que puede adoptar un rumbo imprevisto en cualquier momento.

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