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La cruz y el martillo

Julio Llamazares

Miro hacia atrás, hacia los desolados años sesenta que algunos ahora pretenden volver a poner de moda (seguramente porque ignoran lo que fueron), y me veo a mí mismo entre un coro de escolares que, tras tomar la leche en polvo americana del Plan Marshall que el maestro preparaba y repartía en el recreo, cantamos el catecismo dirigidos con la mano, como si fuera Von Karajan, por el párroco del pueblo: Cura: Pregunto. ¿Eres cristiano? Coro: Respondo. Sí, soy cristiano por la gracia de Dios. Cura: Pregunto. Ese nombre de cristiano, ¿de quién lo hubiste? Coro: Respondo. De Cristo Nuestro Señor. Cura: Pregunto. ¿Qué quiere decir cristiano? Coro: Respondo. Hombre de Cristo. Cura: Pregunto. ¿Qué entiendes por hombre de Cristo? Coro: Respondo. Hombre que fue bautizado y está a su santo servicio...Años más tarde, y ya con pantalón largo, me vuelvo a ver sentado en un pupitre siguiendo atentamente el vuelo de una mosca por la clase mientras el padre Pacífico, el bravo misionero capuchino que murió poco después en Venezuela intentando ganar para la fe a la tribu de los indios motilones, trata de hacer lo mismo con nosotros luciendo sobre el hábito el cangrejo (esto es, el yugo con las flechas) y, debajo, y asomando, la camisa falangista. Labor que proseguirían, cuando llegué, al instituto, un cura loco y levítico cuya mayor obsesión era salvarnos a todos del vicio de la lujuria, y otro gordo y colorado al que llamábamos Panza Negra por su abultada barriga y para el que el mayor peligro no era la carne, que es débil, ya se sabe, pero carne al fin y al cabo, sino el cartilaginoso espíritu del comunismo. Por fin, y ya en la Universidad -y tras pasar, claro está, por los sermones castrenses del capellán de la mili, para quien nosotros éramos, precisamente, los elegidos por Dios para librar a Occidente de ese peligro-, vuelvo a verme nuevamente en un pupitre oyendo hablar a otro cura, del que no recuerdo nada porque solía dormirme.

Esa es, a grandes rasgos, la formación religiosa que, desde que tenía seis años, fui recibiendo a mi paso por los distintos colegios que tuve que recorrer para no llegar a nada. Una estricta formación basada en la autoridad y en la práctica diaria y que, al final, dio los frutos que podían y debían esperarse: no he vuelto a entrar en una iglesia, salvo por imponderables, desde hace por lo menos 15 años.

Creo que fue Santiago Carrillo, el viejo líder ex comunista alque tanto temía Panza Negra (seguramente porque no le había visto aún bien el rabo), el que acuñó el famoso juego de palabras de la cruz y el martillo para describir la colaboración que su partido encontró, en los últimos años del franquismo y durante los primeros de la democracia, entre determinados sectores de la Iglesia deseosos de lavar su triste imagen. Creo, empero, que la frase serviría mejor para ilustrar la actuación de ésta durante el pasado régimen y la que, al parecer, pretende volver a desempeñar desde hace algunos años. Por lo que se puede ver, a Dios rogando y con el mazo dando no parece que sea sólo un refrán para nuestros actuales dirigentes eclesiásticos.

El rabo, como a Carrillo, se les ha visto a nuestros obispos asomar por debajo de la sotana a medida que este país se ha ido normalizando-, y la aconfesionalidad constitucional que sancionan nuestras leyes ha comenzado a ponerse en.práctica. Un rabo largo y autoritario que trata, como siempre, de llegar a todas partes -de la televisión a ,los condones y las declaraciones de la renta- y que se convierte en látigo cada vez que el timorato (con ellos) Gobierno socialista intenta meterles mano, aunque sea castamente, en su tradicional coto privado de la enseñanza. últimamente, por ejemplo, con el respetuosísimo decreto que regula la enseñanza de la religión en los centros escolares.

Lo de respetuosísimo lo digo por usar una palabra suave. Porque lo normal sería, siendo como es éste un país laico, que la religión desapareciera, sin más, de los programas y de las aulas. Y que el que quiera estudiarla lo haga de forma privada, o en centros especiales, igual que otros estudian astrología, danés o fisioterapia. Aun así, los obispos, que nunca están contentos con nada, acusan al Gobierno y al decreto de anticlericales: a éste, porque no exige la obligatoriedad de la religión a todoslos estudiantes (sólo la de los centros de impartir las clases), y a aquél, porque les retira el monopolio de su enseñanza (aunque no el de confeccionar el contenido de los programas). Se ve que los obispos no se fian demasiado del interés por la religión de los estudiantes y, también, y sobre todo, que, ante la duda, no les importa adoctrinar por la fuerza, como en los viejos tiempos, al que se niegue a hacerlo de manera voluntaria.

En el fondo, y bien mirado, tienen razón los obispos, y el Gobierno, si fuera listo, debería hacerles caso. Como diría un forofo, o somos o no somos, o estamos o no estamos. Es decir: o se suprime la religión, que es lo que manda la Constitución, o se deja como estaba. Pero andar con medias tintas, como está haciendo el Gobierno (que en materia religiosa parece, más que un Gobierno, un banco de calamares), no es lo más recomendable, tanto si lo hace por miedo como por salvar su imagen. Si por miedo, porque el temor lo único que consigue, como todo el mundo sabe -y como, fehacientemente, los obispos, en los últimos tiempos, han venido demostrándonos-, es hacer crecerse al enemigo, y, si por anticlericalismo, como éstos afirman, aunque no les crea nadie, porque entonces es que está totalmente equivocado: cualquiera sabe que las mejores fábricas de ateos han sido tradicionalmente, y a las pruebas me remito, las clases de religión y los seminarios.

Así pues, y mientras éstas no se supriman del todo, yo abogo porque las clases de religión sigan siendo como antes, con los alumnos puestos en círculo y con un cura gordo en el centro dirigiendo la lección como si fuera Von Karajan: Cura: Pregunto. ¿Cuál es la señal del cnistianismo? Coro: Respondo. La señal del cristianismo es la Santa Cruz. Cura: ¿Por qué? Coro: Porque en ella murió Cristo, que con su muerte nos redimió...

Julio Llamazares es escritor.

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