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Tribuna:LAS CIUDADES DEL 92
Tribuna
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Barcelona, de aquella manera

Fotos: Cristina García Rodero A juzgar por su aspecto y por su edad, el tipo que va a mi lado en el asiento vacío probablemente soy yo volando por vez primera a Barcelona. Imagino la sorpresa que le causará aterrizar hora y media antes de lo que él espera. Por lo que recuerdo de este sujeto, todo lo espera y cree que casi todo lo sabe. Al anodino joven del asiento vacío, como siempre que se acerca a una ciudad desconocida, le aguijonea la impaciencia por llegar, encontrar hospedaje, comprar un plano-guía, posesionarse de calles y plazas recorriéndolas a pie, y atesorar, eso sí, las sensaciones iniciales para, si regresa, comprobar cuán diferentes fueron de las sensaciones que la costumbre ha consolidado. El tipo, que es algo más pedante de lo que su juventud justifica, le llama a esta manía de preservar en un fanal la pérdida de la virginidad fenómeno de las comprensencias, lo que denota que ha leído algunas páginas de Husserl, y mal.

De poco le va a valer su imagen primera del mercado del Borne, porque en los 37 años siguientes la dejarán irreconocible muchas madrugadas naturalistas en aquel vientre de Barcelona, donde -el ajetreo laboral incitaba a los visitantes de madrugada a templar la mala conciencia existencial con carajillos dinamiteros. Y luego, cuando decayó la moda de peregrinar con las últimas sombras a la cascada de los más fuertes olores de la naturaleza, el Borne desapareció a manos del progreso y en beneficio de la cultureta. Como mi compañero. de viaje aún no lo puede saber, es inútil que le pregunte cuál sería la última vez que recorrí la calle de la Princesa hacia la plaza de San Jaime con el alma encebollada y los zapatos brillantes de escamas de pescado. Cierro los ojos para no verlo ni de reojo en el asiento vacío y trato de no pensar en las calamitosas consecuencias que conlleva viajar en pareja un ignorante y un desmemoriado.

Deduzco que el joven, pobre como se habrá adivinado, recaló en una pensión de la calle Ancha, después de comprar en la terminal de la plaza de España el plano-guía, porque, nada más llegar, y no me cabe duda que en un tranvía de la línea 33, elegiría la zona del paseo de Colón por su proximidad a la estación de Francla, donde asegurarse el billete de regreso en expreso nocturno. El capricho de caer en Barcelona desde las nubes lo pagará tres días después mediante una noche en tercera, infinita, insomne y encarbonillada. En los años posteriores el joven llegará a la urbe por cielo (y saldrá de ella, a ser posible, en el golfo), mar (hasta el muelle de Atarazanas) y tierra (incluso desde Albacete), hasta que el imparable avance de las ciencias le condenaría, me temo que para siempre, al puente aéreo. Fuera por lo que fuese, desde esta pensión de la calle Ancha comenzó su descubrimiento de la ciudad subiendo, en abanico, desde el mar al Tibidabo, como cantaba magistralmente Jorge Sepúlveda.

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Durante las primeras estancias en la ciudad, ninguna superior a una semana, apenas irá más allá de la calle Pelayo. Quizá recorrerá el paseo de Gracia, porque ya ha estado en París y le satisface descubrir a orilla del Mediterráneo la dimensión áurea de que carecen los Campos Elíseos. Para cuando comience a explorar el Ensanche y más tarde penetre por la vía Augusta, en los barrios altos, ya habrá caminado Pueblo Nuevo y la Barceloneta, habrá escalado Pueblo Seco, los jardines de la exposición, el Palacio Nacional y el estadio, habrá llegado en funicular hasta el castillo y desde la montaña de Montjuïc le habrá tomado las medidas al esplendor pretérito y presente de la ciudad. Pero mi compañero de viaje aún no ha vivido esa mañana en que contemplará desde Miramar la maqueta de Barcelona a tamaño natural, aunque el éxtasis le habrá de durar lo suficiente para transmitir impecable aquella imagen a mi memoria.

Por agradecimiento al infatigable paseante, me cambio de asiento y le cedo el de la ventanilla, y que disfrute la salida sobre el mar del avión y goce, llegado el momento, de una de las más pintorescas aproximaciones a un aeropuerto que ofrecen, incluida en el precio del pasaje, las líneas aéreas iberistas. Al Fin y al cabo, a este pazguato, que va ahora en el asiento vacío a mi derecha, le debo su instinto de orientación en las ciudades y, a pesar de sus apasionamientos y desmesuras juveniles, el olfato para husmear entre los desaguisados del azar sus aciertos.

Azaroso aciertoY

en efecto, fue un azaroso acierto ir conociendo Barcelona progresivamente desde la fundación de la ciudad, vía Layetana arriba, hasta, las zonas más modernas, que terminaron por unirse con los pueblos a los que se trasladaba durante los veranos del siglo XIX la burguesía que aún no había descubierto el mar. Todavía tardarán unos años en ser puestos a la luz los yacimientos de la plaza de la Villa de Madrid, junto a Puertaferrisa, en los días probablemente en que la avenida de Carlos III, en su cruce con la Diagonal, era un descampado con un único edificio, quizá cuando Gabriel Ferrater acababa de escribir en un poema de domingo ese verso que cuenta la gloria de ser joven Incluso en tiempos abyectos: Com que ens creiem tot, ens sentim rics.

También es cierto que, a causa del método histórico de conocimiento urbano, el individuo (que lleva las narices pegadas a la ventanilla se contagiará, en la esquina de José Anselmo Clavé, con la rambla de Santa Mónica, de la enfermedad infantil de las Ramblas. Durante un par de decenios, por lo menos, padecerá la necesidad del casco antiguo en sus variantes más estereotipadas de barrio Gótico, plaza Real, Escudellers, Arco del Teatro, San Pablo, Robador, el Paralelo, y vuelta al Llano de la Boquería. A cualquier hora del día se le podrá ver tan campante por esa Barcelona excepcional, y cualquier hora de la noche resultará propicia para practicar por ese territorio el amor al arte, la atracción del mal, la afición al exotismo, el pendejeo en suma.

La feroz acera

De la fascinación por las Ramblas nunca se librará este pardillo, y de él he heredado el ritual de pasearlas registrando las transformaciones, las nuevas gentes por la feroz acera del Liceo, los cafés y las tiendas desaparecidas, los quioscos, el mercado y el palacio, los antros de la lujuria cruda, escombros y telarañas de un mito en una época en que los mitos cumplían su función desmitificadora de las apariencias. Antes chocará con una realidad de la que sólo tiene noticia libresca. A la descubierta de la plaza de Urquinaona en un tranvía de la línea 30 oirá hablar en una lengua extraña, que no es francés, ni portugués, pero tampoco rumano, y que al fin, recordando dónde está, identifica. Aprenderá a leer en catalán, lo entenderá a fuerza de querer escucharlo, lo chapurreará lo bastante para comprar cigarrillos, pero el paso de los años mantendrá incólumes el asombro y el sonrojo que sintió en aquella ocasión. Sí, es cierto, señor Espriu, diversos són els hornes i diverses les parles, e insensata la infamia de prohibir la lengua de un país. Así lo experimentará, y siempre lo recordará, este escritor en ciernes que viaja junto a mí hacia la capital de la edición.

Mientras el aprendiz va absorto en el mar de Tarragona sé que su abultada maleta regresará casi vacía. Esta será la razón práctica de sus primeros viajes a una ciudad en la que a nadie conoce. Sirviéndose a sí mismo de correo, vendrá unas veces a presentar las copias de un manuscrito a un concurso de novela con la pretensión de cancelar su condición de inédito; otras veces vendrá a recoger las copias del manuscrito que no suscitó la edición. Cuando una de esas novelas sea publicada, este remedo de viajante de comercio habrá visitado las porterías de las más afamadas editoriales. Para entonces tendrá alguna amistad no literaria, guardará recuerdos de atardeceres en la plaza del nionasterio de Pedralbes, le habrá sido permitido bailar una sardana en la plaza de Sarriá, y Gracia, el Campo del Arpa, el Guinardó y el Putxet serán barrios por los que deambula con la misma soltura de propietario que por el Azoguejo de Segovia. Habrá alcanzado ya el privilegio de la arbitrariedad urbanística. Desconocerá por qué no le gusta la calle Urge¡ y le gusta tanto la de Casanova, algo así como detestar la calle Fuencarral y adorar ¿a de Hortaleza. Barcelona, de aquella manera, ya es suya.

De momento el mirón de la ventanilla aún no ha comprado el plano-guía de la ciudad en la terminal de la plaza de España, por lo que es inútil que le pregunte en qué año dejó de. señalar con aspas la localización de las pensiones y de los hoteles en que se ha alojado. Durante una estancia, probablemente en los inicios de la década de los sesenta, desistió de ese registro de alojamientos, como quien renuncia a llevar el diario de los fracasos y de las ,grandes pasiones el día en que la reiteración priva a los fracasos, a las pasiones y, a los barrios de sustancia reseñable. ¿Qué circunstancias nos condujeron a este urbícola y a mí a cohabitar en una sombria habitación de la avenida de la República Argentina a la altura aproximada de Craywinckel, o en aquella fonda luminosa de la calle de Pallars, en el Pueblo Nuevo, donde él hablaba fluidamente una jerga catalana en andaluz con los otros catalanes? El ocupante del asiento vacío no puede saber que yo conservo el plano acribillado de aspas, agujeros negros de la memoria y testimonio de batalla en una ciudad bombardeada por el tiempo.

Sin embargo, desde la plaza del Tibidabo, en la medida que la neblina de la humedad y los humos permite atisbar Montjuïc, se duplicará el júbilo de abarcar la ciudad derramada, inmensa y peculiar, fortificada contra la uniformidad que va igualando a ni hombres y ciudades. Barcelona es, con mucho, la ciudad que tiene más zonas barcelonesas y, aunque desperdigadas algunas, bien comunicadas entre sí. Esta perseverancia genera, en primer lugar, una fuerza expansiva que facilita encontrar rincones barceloneses en Lisboa, Cáceres, Roma o, si llueve, en Víbora o El Vedado de La Habana. En segundo lugar, excluyendo varios tramos de la prolongación de la Diagonal o de la Gran Vía, únicamente barceloneses por hallarse dentro del término municipal, la potencia mimética de la ciudad concluye por integrar los desmanes urbanísticos, con la excepción de las plazas duras. Por último, ni siquiera en Londres los domingos son tan dominicales como aquí, en el paseo de San Juan o en la calle Gerona sin ir más lejos, quizá porque, habituados a la ciudad que tienen y, aunque la aprecian, los barceloneses son muy excursionistas. Ya estará en el vientre de su madre quien ha de escribir, frente a las perspectivas que en el futuro imaginará relucientes entre las grúas, un poema de la Barcelona olímpica, semejante al poema de Jaime Gil de Biedrna, Barcelona Ja no és bona, o Mi paseo solitario en primavera, en el que la nostalgia y el resentimiento saludarán a los nuevos ocupantes de la ciudad remozada.

Por muchas fantasías que alimente, este colega es incapaz de profetizar que en la ciudad, a la que todavía no ha llegado, cuando se mueva por ella como un tramoyista entre las bambalinas del escenario, conocerá a algunos de los mejores amigos que la suerte le destina, incluso a uno, Alfonso Costafreda, a quien nunca llegará a ver. Gracias a estos amigos comprenderá mejor a los habitantes del lugar y, cediendo a la superflua costumbre de visitar el campo, a los catalanes y a Cataluña. En contra de sus convicciones sedentarias, admitirá que el turismo enriquece el espíritu y ofrece curiosidades paisajísticas, si no tan variadas, más pintureras que las que proporciona una caminata solitaria desde, por ejemplo, el paseo de la Bonanova hasta una cueva de jazz en la plaza Real. También acompañado se sentirá más seguro en el campo de Las Corts o en el de Sarriá, cuando sobre la hierba está en juego su honor y en las gradas los enemigos le cercan. Sobre todo, que no se debe estar siempre hablando con el camarero.

En comparación con muchas ciudades españolas en Barcelona la densidad de bares por kilómetro cuadrado es baja. En cuanto a la calidad, quizá ninguna ciudad europea la supera. A este moderado bebedor del asiento de la ventanilla la boca se le haría ginebra si yo le relacionara los bares en los que obtendrá la beatitud y la complacencia consigo mismo que obtiene en los museos y en algunos conciertos. De estos bares sacralizados por su prodigiosa facultad de parar los relojes unos cerraron, por culpa posiblemente de la injusta inclusión de ciertos establecimientos de bebidas en la ley de arrendamientos urbanos o simplemente por las crueles leyes de la moda, y otros persisten porque la vida también tiene sus compensaciones. Aparte Bocaccio, albergue del ejército de salvación para una generación divina previa a la premodernidad posmodernista, levanto un vaso de plástico de infecta naranjada, mientras el avión se inclina y gira a babor, en memoria de seis recintos situados, a saber: entre Ganduxer y Mandrí, en Balmes (y con librería incorporada) cerca de plaza Molina; en vía Augusta esqu na a Madrazo; en Tuset y Diagonal (antes y después de Tuset street); en la rambla de Canaletas, la catedral del cóctel, y la del pastis en Santa Madrona, estratégicamente abierta esta última a la tentación de ir a bailar al Colón cuando ya no se iba a bailar al Salón Rosa.

Sobrarán nubes

El avión enfila pista, simulando rozar huertos y fábricas. No llueve, aunque sobrarán nubes para el compañero de viaje, que por rebeldía se ha desabrochado ya el cinturón de seguridad, se familiarice con los aguaceros y con las tormentas que descargan sobre esta ciudad de azoteas. Nada más pisar el asfalto grasiento, le oigo pensar en su lengua materna: estamos en Barcelona, como quien dice. Pero no sabe lo que se dice.

Conoce todos los tópicos sobre la gente de esta ciudad y de este país, numerosas falsedades históricas, malentendidos y agravios, villanías, fechas sangrientas y la última derrota común. Pero no sabe nada, mientras entra a la busca de su maleta literaria en los galpones del Prat, y allí le pierdo de vista, mientras yo accedo a los mármoles y los vidrios de Ricardo Bofill. Me desespera la ignorancia de semejante novicio y envidio los años de aprendizaje que le aguardan. En Barcelona y en otros lugares convivirá con catalanes, quienes, como ya anotó en 1645 el invasor y portugués Francisco Manuel de Melo, "estiman mucho su honor y su palabra; no menos su exención, por lo que entre las más naciones de España son amantes de su libertad". En este aeropuerto, demasiado reciente y requetelimpio, concebido para engañar la claustrofobia de la espera, va no rigen otra vez, y desde hace 13 años, los decretos de Nueva Planta. Decido que, en el primer rato libre que tenga, tomando por Petritxol me acercaré a Santa María del Mar por si encuentro al muchacho que ha viajado a mi lado y por si, en su 'Inocencia de neófito, me descubre algún lugar de Barcelona que he olvidado. Así sea la mismísima calle Urgel.

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