Ni competitividad ni progreso
Concluye el articulista su análisis sobre el fracaso del pacto de competitividad. Señala la facilidad de culpabilizar del mismo a los sindicatos sin preguntarse por los errores de la política económica del Gobierno, apoyada -cuando no directamente alentada- por los empresarios y el Banco de España.
Ni competitividad, ni progreso. Detrás de] envoltorio, más acicalado y mejor adornado en esta ocasión, hay que reconocerlo, el pacto propuesto por Solchaga ni articulaba una política para mejorar la competitividad, ni, desde luego, contenía un proyecto de progreso social. Siendo esto lo peor, lo más llamativo, sin embargo, es que ni tan siquiera ha confirmado los espejismos que hábilmente había contribuido a crear. En cuanto a las primeras de cambio se le ha corrido el maquillaje, el plan del Gobierno ha quedado en lo que los sindicatos ya sabíamos desde el principio: más de lo mismo.Es decir, una política monoorientada al aseguramiento de altas tasas de beneficio para las empresas y de ventajas comparativas a la inversión extranjera; doctrinarismo liberal sin fisuras y la sustitución del trabajo eficiente y a medio plazo por la grandeur política a corto: situarnos en la banda estrecha del SME, reducir el déficit público a cero y la inflación por debajo de Alemania, ser al mismo tiempo -el país campeón en ganar dinero y en la doma de los salarios, rememorar a los faraones con el TAV a Sevilla o alcanzar el mayor pacto-foto social do mondo. En fin, la mamá de Tarzán.
Según Solchaga, la competitividad pasa por equiparar nuestra inflación a la europea. Para conseguirlo se requiere un menor crecimiento nominal de los salarios, afirma el ministro. Lo que no dice, en cambio, es que los precios de los productos industriales españoles, que son los que compiten en el exterior, están ya situados en el nivel comunitario. Son otros precios, los de los servicios, los que desequilibran nuestro nivel de inflación.
También se calla que los costes laborales unitarios reales en España están sólo por encima de los portugueses y los griegos. Igualmente se oculta que los salarios, incluido el nuevo empleo creado, no ha absorbido en los últimos años el incremento de la productividad. Eso explica el gran auge de los beneficios en España. No vienen por ahí, por tanto, nuestros problemas de competitividad.
Tampoco la repentina preocupación del Gobierno por la inflación en el sector de servicios va acorde con sus responsabilidades y actuaciones: lleva años sin adoptar ninguna política de precios. Ahora nos propone crear al efecto una comisión de seguimiento tripartita. Seguramente fuera mejor que nos dijera las medidas que va a adoptar con carácter inmediato para frenar esos precios, ya que, como se sabe, nada hay más adecuado para eludir responsabilidades y no tomar ninguna decisión que la puesta en funcionamiento de una comisión.
Por supuesto, todos deseamos que se reduzca la inflación y que converja con la europa. Y tanto como cualquiera, los sindicatos, que defendemos a los sectores sociales más vulnerables a las subidas de precios. Siendo este objetivo compartido (es necesario recordar, al respecto, que somos el único país de Europa en el que los sindicatos hemos venido negociando los convenios en base a la inflación prevista y no en función de la pasada, hasta que Solchaga desacreditó todas las previsiones) no es menos cierto, sin embargo, que muchos economistas sostienen que cada país tiene un suelo estructural de inflación y que, en consecuencia, tratar de reducirlo de la noche a la mañana a martillazos puede traer mayores inconvenientes que ventajas para la expansión económica y el empleo.
Opción con poco futuro
En cualquier caso, plantear la competitividad en términos de precios y salarios es una opción con poco futuro. Primero, porque en muchos productos ni España ni Europa pueden competir vía precios; segundo, porque en mano de obra barata es imposible competir con Portugal, y menos aún con Marruecos o el sureste asiático. Tercero, porque ya Leontieff, el premio Nobel de Economía, enseñó hace mucho tiempo que aunque los caballos hubieran trabajado gratis -sin comer ni beber- hubiesen sido, de todas formas, sustituidos por los tractores.
Los problemas de la competitividad son otros: la Administración pública no es eficaz; servicios esenciales para la actividad económica funcionan mal; la precariedad anula la cualificación; la falta de formación profesional y de gestión del empleo bloquea el mercado de trabajo; las comunicaciones estrangulan la actividad económica; faltan empresarios y sobran especuladores; el sistema financiero y la especulación encarecen los productos; oligopolios, canales de distribución y comercialización, sectores protegidos en mercados ineficientes generan inflación; las empresas no gastan en investigación y las universidades tampoco investigan; se considera la mejor política industrial aquella que no existe; la producción nacional no se exporta porque no se sabe, porque la peseta está sobrevalorada o porque es invendible, y dentro se vende lo producido fuera ya que es mejor, es más fiable, tiene mejor diseño e incluso es, a veces, más barato.
Los problemas están mucho más en la economía real que en la economía monetaria. Por reducir la inflación y el déficit público a cero no va a lograr este país estar en el pelotón de cabeza de la competitividad, si, entre otras cosas, no tiene base industrial, si ofrece un turismo de baja calidad, si no hay buenas carreteras o si el clima social se deteriora.
En esta cuestión de la competitividad tampoco es bueno pretender haber descubierto la fórmula mágica. Si existiera, ya la habrían aplicado otros. Quizá fuera mejor, por ello, seguir simplemente la senda marcada por aquellos países más competitivos. Los japoneses, por ejemplo, han practicado un intervencionismo industrial muy activo. Los alemanes, a su vez, no parecen tener ningún empacho en pasar de una situación de superávit en 1989 a otra de casi un 5% de déficit público en 1991, con el fin de dotar de infraestructuras a la antigua RDA.
En fin, lo que parece contradictorio es tener un mercado de trabajo en permanente rotación, con un 32% de temporalidad, y aspirar a que al mismo tiempo haya profesionalidad; ofrecer un paraíso fiscal a los inversionistas extranjeros, pretender eliminar totalmente el déficit público, permitir un fraude fiscal escandaloso y contemporáneamente disponer de recursos para realizar grandes infraestructuras; dedicar cada año 1,2 billones a gastos fiscales y simultáneamente mantener un presupuesto raquítico en investigación y desarrollo.
La prueba más concluyente, no obstante, de que el plan del Gobierno tenía poco que ver con la competitividad fue la rotunda negativa a discutir sobre política industrial y a abrir negociaciones sectoriales. El reciente informe de la Comisión de la CE referido al impacto sectorial del mercado interior sobre la industria, que analiza los 40 sectores industriales afectados por el proceso de integración, indica que nuestro país es el más vulnerable de los Doce: tenemos el 39,1% del empleo industrial en esos sectores. Pero lo más grave es que sólo un 10% de ese empleo está en empresas y sectores fuertes. El otro 30% está en industrias débiles y poco resistentes a la competencia. ¿Se puede realmente abordar la competitividad española sin analizar esa realidad? ¿Se puede competir afirmando que el Gobierno sólo tiene una política industrial horizontal, pero no sectorial? ¿Puede ser competitivo un país cuando la mitad de sus sectores productivos toman las decisiones fuera de sus fronteras y la otra mitad no da la talla?
En la propuesta del Gobierno las medidas para mejorar la competitividad brillaban por su ausencia. Pese a ello, aún más difícil resulta encontrar en la misma una política de progreso. La convergencia social con Europa no aparece por ningún lado. A la pregunta, ¿competitividad para qué?, la respuesta es: para mantener el mercado laboral más precario de Europa; para legalizar el prestamismo laboral; para seguir sin desarrollar el convenio 140 de la OIT sobre formación profesional; para introducir, cuando sea posible, la gestión privada y el ánimo de lucro en la sanidad pública; para seguir retrasando una ley de salud laboral en un país que está a la vanguardia de la comunidad en accidentes laborales y enfermedades profesionales; para endurecer las prestaciones de desempleo.
El único horizonte de progreso que se nos ofrece es el de una mayor desregulación social y una acentuación del liberalismo económico. De Europa se quieren trasladar las medidas sociales más regresivas, extraídas de su contexto, sin querer implantar las positivas. En lugar de un pacto de progreso, lo que se nos ofrece es un harakiri sindical.
Señuelos insostenibles
Ni siquiera los señuelos más atractivos que aparentaba ofrecer el pacto social de progreso (crecimiento de dos puntos reales, política de rentas, cláusula universal) se han sostenido. Una vez más, el Gobierno ha hecho gala de la que es su mayor aportación a la ciencia política: la ambigüedad calculada.
Detrás del decorado, el pacto no ofrecía nada nuevo. El mago, como era de esperar, no hacía magia, sólo estaba lleno de trucos.
La competitividad hace algunos años que perdió su oportunidad histérica: aquellos años que, controladas las grandes magnitudes macroeconómicas, se malgastaron sin abordar los problemas de la microeconomía.
Ahora que la política económica empieza a mostrar, como un cascarón vacío, su artificiosa realidad, los principales responsables de la falta de competitividad de la economía española han llegado a la conclusión de que es conveniente un gran pacto. Así, una parte del empresariado instalado en el subvencionismo estatal y en el liberalismo por decreto; el Banco de España, que ha inspirado las sucesivas versiones de esa política y que durante 10 años se ha opuesto a la concertación por considerar, en pura doctrina liberal, que introducía rigidez en el mercado (ahora, en cambio, parece haber descubierto que a la única parte del mercado a la que se impone rigidez es a los salarios, convirtiéndose quizá por ello en uno de los principales entusiastas del pacto), y el Gobierno, buscan la foto nacional exculpatoria o, en su defecto, la identificación de un culpable, desde siempre predeterminado y anunciado: los sindicatos.
Es posible que, sin, embargo, también en esto se equivoquen. En el tiempo y en la percepción que hoy los ciudadanos tienen de las cosas. Después de nueve años de Gobierno socialista se ha evaporado el nirvana, y quién más quién menos sabe que si hay algún responsablede que esto no funcione no se llama ni Gutiérrez ni Redondo. Sumarse al coro de críticas a los sindicatos es lo fácil, pero eso no debiera impedir, sin embargo, preguntarse seriamente si la competitividad de este país pasa por realizar una fuga hacia adelante en la misma política económica y por entronizar los criterios empresariales de los directivos de la CEOE. Acusar a los sindicatos del paro o de hacer política es lo conocido. Lo que, en cambio, sería deseable es saber dónde estamos realmente, y a dónde vamos.
es miembro de la Comisión Ejecutiva de la UGT.
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