La izquierda reaccionaria
Se dijo de los Borbones franceses, tras sus años de exilio y su vuelta en 1815, que "ni habían olvidado nada ni habían aprendido nada"; algo así puede decirse de los sectores sociales que se definen como izquierda hoy: siguen anclados en los conceptos y tradiciones del pasado. El mundo cambia rápidamente y ellos siguen aferrados a las ideas y soluciones de 1936 (Keynes), en el mejor de los casos, o de 1848 (Marx, aunque con las puestas al día de Lenin, Stalin y Gramsci), en el más frecuente. Esta alarmante incapacidad para adaptar el pensamiento a la realidad social presente es bastante común. El hombre medio es perezoso mentalmente: acepta sin crítica una serie de ideas generales recibidas durante la infancia y la adolescencia y con ellas circula por la vida. Apenas las necesita para ganarse el pan: si para algo las utiliza es para adscribirse política y socialmente. De ahí que las religiones y las culturas se distribuyan por grandes manchas en el mapa del mundo: la gran mayoría no las elige; simplemente nace y muere en ellas.Frente a esta pasividad mental nacieron la ciencia social y la izquierda en el siglo XVIII: tras la revolución inglesa los grandes pensadores ingleses y franceses advirtieron que el orden social no era inmutable, sino cambiante. En su virtud, cabía la reforma social: los hombres podían organizar por sí mismos la sociedad como quisieran dentro de los límites de la época. Apareció así la ciencia social (Hobbes, Locke, Hume, Smith, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Quesnay) y la izquierda reformista y revolucionaria (Godwin, Paine, Cobbett, Babeuf, Condorcet). Frente a estos pensadores vanguardistas, conservadores y reaccionarios se negaban a ver los cambios que estaban afectando a la sociedad y permanecían aferrados a la idea del orden social natural y divino.
De entonces a acá ha llovido mucho y el mundo ha dado muchas vueltas. Una gran parte del ideario de la izquierda ha pasado al acervo común de las sociedades modernas: sufragio universal, institucionalización de partidos y sindicatos obreros, generalización de los seguros sociales y admisión general del principio de solidaridad social, impuesto sobre la renta, separación de Iglesia y Estado, educación universal obligatoria, etcétera. El progreso ha sido inmenso. Pero con el progreso, es natural, han aparecido nuevos problemas. La izquierda ahondó su vieja división entre revolucionarismo y reformismo. Los revolucionarios acabaron por adherirse al marxismo estalinista (comunismo, para abreviar) y los reformistas al keynesianismo. Ambas posiciones eran defendibles y comprensibles hace 50 años; pero él mundo ha seguido cambiando. Las aberraciones del comunismo se hicieron evidentes mucho antes de la perestroika y el abuso que se hizo de la política económica keynesiana acabó por desacreditarla ante los electorados norteamericano, británico y de varios países europeos.
Esto no tiene nada de sorprendente. La sociedad cambia a gran velocidad y es de prever que siga haciéndolo. Lo sorprendente es la estolidez de la izquierda. Los partidos reformistas occidentales siguen anclados en el ideario de hace medio siglo. Sus únicas innovaciones consisten en soltar lastre, esperando así remontar el vuelo. Abandonan algunos viejos programas sin aportar ideas nuevas. La iniciativa política es totalmente de la derecha. Si demócratas, laboristas y socialdemócratas tienen alguna posibilidad electoral es más por el cansancio de los electores, con el cinismo y la insensibilidad de la derecha, que por su entusiasmo por una izquierda aletargada y rutinaria.
Las únicas novedades dignas de mención en la izquierda política han sido europeas: la frescura de los verdes alemanes y la entereza de los ex comunistas italianos, que han llevado el desprendimiento de lastre hasta extremos heroicos. En total, poca cosa. Como los reaccionarios de hace dos siglos, nuestra izquierda ignora impávida las transformaciones sociales que tienen lugar ante sus ojos. Ni olvida, ni aprende. No puede hablarse ya de un pensamiento de izquierda. Hoy, la izquierda es sólo sentimiento, reacción visceral: por eso pueden considerarse de izquierdas cosas tan repelentes a la ética humanista como el fundamentalismo religioso islámico, el racismo católico-marxista del IRA y la ETA, las dictaduras militar-fascistas de Gaddafi y Sadam, la dictadura gerontocrática china, la monarquía comunista de Corea o el personalismo feroz de Fidel Castro. Hoy, casi lo único que tienen de común todos los soidisant izquierdistas es un odio profundo hacia un país: Estados Unidos, sea quien sea el partido allí en el poder o la política que lleve a cabo. Nuestros progresistas ya no tienen que pensar ante cualquier cuestión política: les basta ver de qué lado se decanta el gran Satán, para alinearse automáticamente en el bando de enfrente. Es un método notable de análisis social, con una ' virtud indudable: la sencillez. Dos siglos de crítica social han concluido destilando una profunda máxima: "Dime con quién andas y te diré si eres de izquierdas".
Bromas aparte, ésta es una situación terrible. La humanidad, tanto en los países industriales como en los menos desarrollados, necesita una izquierda, es decir, un pensamiento crítico y ético que proponga soluciones innovadoras ante los pavorosos problemas con que se enfrenta, desde los relativos a la producción y distribución de bienes materiales hasta los que se refieren a la conservación del planeta, que todos compartimos, pasando por los de la convivencia de razas y culturas y tantos otros que sería tedioso enumerar; un pensamiento susceptible de plasmarse en programas comprensibles que puedan ser elaborados por los partidos y votados por los electores. Pues bien, este pensamiento hoy no existe, y lo primero que se opone a su nacimiento es la hojarasca mental de la llamada izquierda actual, que, enredada en los conceptos caducos de imperialismo, intercambio desigual, clases sociales, democracia burguesa, explotación, opresión, Tercer Mundo y tantos otros lugares comunes vacíos de significado estricto, es incapaz de pensar sobre la sociedad en que vive.
Este pensamiento debiera comenzar por una profunda autocrítica, insoslayable ante el derrumbamiento del comunismo incluso para aquellos que nos habíamos distanciado de él hace mucho tiempo. Hecha tabla rasa de tantas ideas inservibles, estableciendo tan sólo unos cuantos principios éticos básicos, sín prejuicios de ningún tipo, sin ligazones con partidos políticos o grupos establecidos, la izquierda debe plantearse las soluciones a los problemas sociales del siglo XXI. Este replanteamiento debe hacerse con la ayuda de los métodos de la ciencia social, sin vetos previos ni temores a conclusiones indeseadas. La izquierda debe volver a ser la aliada de la ciencia social. Sólo entonces podrá llamarse verdaderamente progresista; sólo entonces dejará de ser un conglomerado de grupos de acción sin ideas y de intelectuales a la violeta sin originalidad; sólo entonces dejará de ser una fuerza reaccionaria.
es catedrático de Historia de la Economía de la Universidad de Alcalá de Henares.
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