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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Damasco y Tel Aviv

EL NUEVO viaje de James Baker, secretario de Estado norteamericano, a Oriente Próximo (el quinto desde que concluyó la guerra del Golfo) tiene su justificación en la interpretación optimista de dos hechos: la declaración de la cumbre de los siete sobre el tema y un aparente cambio de la política siria, comunicado por su presidente, Al Asad, en carta a George Bush.Hace dos días, la reunión de Londres endosaba solemnemente la idea de una conferencia de paz en la que pudiera encuadrarse una doble negociación simultánea de Israel con los representantes palestinos y con los restantes países árabes. Hasta ahí puede pensarse que la opinión de los grandes favorecía los intereses judíos; no es secreto para nadie que Israel prefiere negociar con los árabes uno a uno. Le parece, no sin razón, más fácil razonar por separado que argüir con todos al tiempo. Pero, para sorpresa de Israel, los siete añadieron en su comunicado que, si los árabes debían interrumpir todo boicoteo contra el Estado israelí, éste debía suspender la "política de asentamientos en los territorios ocupados". En realidad, no hacían más que aludir, una vez más, a los problemas que han hecho imposible hasta ahora el encuentro de voluntades, pero es seguro que en Tel Aviv la declaración ha sido entendida como un renovado e injusto sesgo proárabe de los grandes.

El segundo hecho importante es que Damasco decidió de pronto hace unos días aceptar el plan de paz que Baker ha venido proponiendo: una conferencia "sin precondiciones", bajo los auspicios de EE UU y la URSS, y con una mínima presencia de la ONU (y quizá de la CE) como observador sin voz. Hasta entonces, Siria había rechazado las negociaciones directas con Israel, y todo lo que no fuera una conferencia directamente controlada por una ONU en la que la regla de la mayoría -aplastante en este caso- favorece las tesis proárabes. El cambio es un paso hábil dado por Al Asad, que, además de querer recuperar el Golan, por fin parece haber comprendido que el Gobierno israelí no tiene intención alguna de proceder al intercambio de tierra por paz, eje de la política estadounidense desde la presidencia de Ronald Reagan.

En efecto, el Gobierno derechista de Shamir tiene lo que parece ser la firme Intención de no llegar a sentarse nunca a la mesa de negociaciones para proceder a un intercambio de tierras conquistadas por una paz que siempre considera precaria y carente de garantías. No puede interpretarse de otra manera que considere como imposición de injustas precondiciones la reclamación árabe de suspensión de los asentamientos judíos en territorios ocupados. Y en todo caso, si Occidente fue a la guerra por Kuwait, ¿qué no haría por Israel? Sorprende el empeño de las autoridades de Tel Aviv en no aceptar que una paz en la zona tendría más valedores que cualquier otro acontecimiento contemporáneo.

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