Comida, comida y comida, se pide pero no llega
Existe en Occidente una corriente de opinión contraria a la ayuda humanitaria, por considerarl4 contraproducente: "Los socorros les acostumbran a no trabajar dice Paolo Pironti, experto en agricultura que trabaja para el secretariado católico de Hararge. Quienes eso afirman deberían venir aquí, sobre el terreno, para entender que todo lo que se haga es necesario para cortar la sangría de vidas, que sólo cuando se hayan cubierto las emergencias se podrá emprender la tarea de ayudar a este pueblo para que aprenda a salir del hoyo por sí mismo."El campesino etíope trabaja la tierra con ahínco, si ve que le da resultado. No es un hombre ocioso", dice Kenneth E. Litwiller, coordinador del Proyecto para el Uso de la Tierra, de la agencia Care International, en la zona de Gursum. Y es cierto: en torno a la ciudad de Hararge, situada en un fértil valle, se suceden pequeños cultivos de maíz y de chat, la hierba estimulante que mastican para calmar el hambre y que también se exporta a Yibuti y Somalia. Sin embargo, ,es una excepción. "Las sequías afectan más a los campesinos locales que a los refugiados", informa Raja Godala Krishnan, coordinador del Proyecto para Abastecimiento de Agua de la misma organización, con sede en Jijiga (Hararge). "Ésta tenía que haber sido una fuerte estación de lluvias, pero la lluvia no ha venido. El año pasado tampoco llovió en toda la región. Se estropean las cosechas. En el último trimestre de 1990, los animales sólo tenían cactus para comer. A primeros de año empezaron a morir, y aún ahora se puede encontrar sus esqueletos, esparcidos por el viento", añade.
Las flores del mal
En marzo hubo un aguacero muy fuerte, que preparó la tierra y los campesinos se apresuraron a sembrar maíz, que es lo que crece más rápido'. Pero de nuevo ha venido la sequía, y no podrán cosechar. Las espigas amarillean y en lo alto de los tallos brotan, rosadas y hermosas, las flores del mal que anuncian una nueva desgracia. "Los centros de Jijiga, Babile, Fedis o Jarso han sufrido un incremento de beneficiarios del ciento por ciento, no sólo refugiados y retornados, sino también campesinos, gente del altiplano o de las tierras bajas. Cada día mueren 50 personas sólo aquí", dice Paolo Pironti. En Fedis, una comisión internacional que pretendía inspeccionar la zona fue interceptada por 25.000 hambrientos que les dijeron que sólo les dejarían pasar si traían comida. En Babile, 18.000 personas reciben 15 kilos de trigo y un litro de aceite por cabeza y mes. Es la ración mínima establecida por la Organización Mundial de la Salud. Muchos otros no tienen tanta suerte.
"Este pueblo sólo saldrá adelante con asistencia agrícola", indica Raja Godala Krishnan. "Los granjeros no han tenido educación en este sentido, no han recibido asesoramiento técnico. No hay banco de semillas, ni canalización de los productos. Cuando pierden lo que la tierra les da de inmediato, lo pierden todo. La colectivización implantada por Mengistu no sirvió para nada: sólo para juntar miseria". En algunas zonas, en el Hararge, hay agua bajo la tierra, pero está a más de doscientos metros de profundidad y se necesita dinero para excavar los pozos. Care International dispone de cuatro puntos desde los que parten enormes camiones cisterna cargados de agua, volando sobre terrenos impracticables hacia los campos de refugiados. Viajé junto a uno de esos conductores grandones y sentimentales que tocan el claxon para alertar a los pájaros: cualquier vida, aquí, es importante.
"No, mi trabajo no me deprime, porque pienso más en lo que conseguimos que en lo que no se puede hacer", confiesa John Buttery, un joven londinense que coordina la logística de la fundación británica Salvad a los Niños. "Lo único que me desaniman son las decisiones estúpidas o equivocadas que se toman desde los despachos. Eso sí me duele". El principal trabajo de esta agencia humanitaria consiste en dar de comer a los niños. Tienen en los campos de refugiados centros de alimentación en los que luchan contra índices de malnutrición desalentadores. A los pequeños que están bajo el 80% se les coloca en la muñeca un brazalete amarillo; a los que se encuentran bajo el 70%, uno rojo. Hay muchos que muestran un grado de desnutrición inferior al 60%, y a esos casos desesperados se les trata de nutrir manteniéndoles en una tienda especial, en previsión de la deshidratación.
"Parece caótico, pero estamos muy organizados", dice Susan, la enfermera de Salvad a los Niños en el campo de retornados de Dharwamaji, en cuyo centro de registro se agolpan madres macilentas con bebés extenuados en brazos. El problema en estos campos, y en la Etiopía de la hambruna, es que la ración general enviada por Naciones Unidas no es suficiente. "Claro que no es suficiente", confirma Cecil Kpenou, jefe del Alto Comisariado para los Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), en su despacho de Addis Abeba. "Hemos pedido comida, comida y más comida. Y no ha llegado. El ACNUR trabaja sobre contribuciones voluntarias, y por tanto dependemos de la buena voluntad de los Gobiernos. Si esta buena voluntad no existe, es difícil hacer lo que se nos pide. Deberíamos haber tenido reservas, pero en febrero, con la afluencia de nuevos refugiados y retornados, tuvimos que repartir lo que teníamos para 400.000 personas entre 800.000. Lo ideal sería disponer de un stock suficiente para tres meses, y nunca, escúcheme bien, nunca hemos estado en situación de asegurar eso".
Raciones insuficientes
En Kerebibeyah, el peor de los campos que visité, con una aglomeración humana que hace la atmósfera irrespirable, el tema de las raciones insuficientes es estremecedor. Una familia -y todas son numerosas, calculen cinco o seis hijos por lo menos- recibe sólo cinco kilos de trigo por semana. "Nada de leche, nada de aceite. ¿Carne? Hace años que no sabemos qué es eso", replica agriamente un retornado que espera en la cola el reparto de algo de grano que ha llegado en un camión bajo la custodia de dos hombres armados.
Así ocurre que, en los centros de alimentación de Salvad a los Niños, los hermanos y las *madres que acompañan a niños esqueléticos comparten con ellos la escudilla, con lo que los pequeños siguen permanentemente subalimentados. "¿Y qué podemos hacer?", se pregunta Mustafá, un joven enfermero.. "Esto es hambre, hambre, todo el mundo está hambriento. Por suerte, nos llega el agua potable", añade, refiriéndose a las cisternas de Care International que trasvasan el líquido a unos contenedores de goma, desde los que se reparten las raciones.
Durante el día, calor, polvo y viento; por la noche, un frío atroz. No hay mantas para todos. Hay basura por todas partes. Y chozas inmundas, muchas de ellas obtenidas inclinando hasta el suelo ramas de arbustos, cubriéndolas con trapos y cartones, sujetos por cordeles. Dentro, miseria, suciedad, olor a muerte. En las tiendas habilitadas como enfermería, los niños tuberculosos agonizan en el suelo. El raquitismo: esas barrigas tensas, llenas de parásitos, las piernas esqueléticas. Moscas en los ojos y en la nariz, llagas que no se cierran, madres que amamantan con pechos fláccidos que ya nadie desea acariciar. Los peores campos son los nuevos, los que se montaron apresuradamente a principios de año para acoger a los recién llegados. Aunque ni siquiera en Hartishiek, que pasa por ser uno de los mejor organizados, ya que se creó en el 88, ni siquiera allí la miseria que ves te da respiro.
Llega el agua de Care puntualmente, Salvad a los Niños tiene a tope los seis centros de alimentación, se distribuye grano a diario, hay un par de tiendas de lona destinadas a hospitales y se está construyendo uno de piedra, simple y pobre, pero algo más protector. Sin embargo, aquí hay un cuarto de millón de personas viviendo peor que las bestias que viven peor.
Consecuencias de la guerra
En una pequeña casa trabaja Sue, norteamericana, de Handicap International. Tiene una habitación con un catre en el suelo, que sirve para rehabilitación de inválidos. Hay también un taller, en donde alguna gente del campo ha aprendido a hacer muletas: grandes para los adultos, pequeñas para los chicos. Un incapacitado -no tiene piernas: la guerra ha convertido Etiopía en un campo minado- está encima de una mesa, limando una prótesis para rodilla. "Todo es muy rudimentario", sonríe Sue, mostrándome un cuña metálica de tamaño infantil para inmovilizar una mano rota. Luego enumera las principales enfermedades: ceguera por infecciones, neumonías, diarrea, tuberculosis...
A la salida, el viento sigue soplando y arrastrando basuras. Te alejas de los campos, te alejas del horror, pero cuando cae la noche y te metes en la cama, las sábanas limpias te recuerdan en qué condiciones se queda la gente que, un día tras otro, espera tan sólo no morir aún. Y acabas marchándote de Etiopía, pero Etiopía ya nunca se va de ti.
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