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Tribuna
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Arafat, sin aliados

Los soldados libaneses que ro deaban el miércoles los campa mentos de refugiados de Miye-Miye y Ein el Helweh mostraban auténtico pavor a los fotógrafos en las calles de Sidón. El motivo de sus temores no era difícil de adivinar: si el enfrentamiento en tre el Gobierno prosirio de Beirut y Yasir Arafat hubiese degenerado en una fase aún más violenta, esos jóvenes soldados, bien afeitados y de flamante uniforme camuflado, quieren conservar el anonimato: podrían haberse visto obligados a disparar contra las casuchas de cemento y calamina de los refugiados.Nadie, por supuesto, quiere ser visto en preparativos para una indeseada eventualidad que invitaría a hacer paralelos tan funestos como la brutal represión que el rey Hussein de Jordania desató contra los palestinos en el septiembre negro de 1970 o, como ya lo han hecho algunos exponentes de la OLP, con las matanzas cometidas con la complicidad de Israel en Líbano en 1982.

Pero el valor documental de esas fotos sería relativo. Ninguna imagen, por más imparcial que fuera el enfoque, podría ilustrar el trasfondo de uno de los tantos rompecabezas políticos de Oriente Próximo. Ninguna imagen podría explicar qué es lo que ha llevado al Gobierno libanés a despachar 10.000 soldados y tanques a la región de Sidón.

Mientras el Ejército consolidaba posiciones en las colinas al este de la ciudad de Sidón, tras capturar una serie de bases gue rrilleras en recios combates de artillería, muchos libaneses celebraban el éxito de la más formidable campaña libanesa contra la OLP. Más de un cristiano la describiría como la extirpación de un cáncer. También era evidente el alivio entre sectores musulmanes, que ayer se felicitaban de la derrota de la OLP.

El ministro de Defensa, Mi chel Murr, reavivando un sentimiento popular que atribuye a los palestinos el estallido de la guerra civil, dijo que el Ejército estaba aniquilando los resabios de una "conspiración agresiva" que dio origen a la tragedia libanesa. El único líder que expresó públicamente solidaridad con los palestinos fue Walid Jumblat, el presidente druso del Partido Socialista Progresista.

Tras una visita relámpago a Argel, Arafat se limitó a declarar en Túnez que Chadli Benyedid le prometió mediar con los libaneses y sus aliados sirios. La poco característica parquedad del veterano Abu Aminar fue una señal de que la OLP ha elegido la opción menos arriesgada: perfil bajo y actitud contemporizadora para sobrevivir en Líbano, aunque sea a merced del Gobierno de Beirut y de sus aliados sirios. Una salida pragmática: difícilmente Arafat puede darse el lujo de seguir desafiando al presidente Elías Haraui porque detrás de él está todo el poder de Hafez el Asad.

Debilitada y aislada por su apoyo a Irak en la guerra del Golfo, la OLP tiene que revisar su estrategia en Líbano. Combinando la resistencia al desplazamiento del Ejército libanés en la región de Sidón con la aceptación de la política de Haraui -Líbano es Líbano y sólo pertenece a los libaneses-, Yasir Arafat intentó mejorar su posición para negociar un acuerdo sobre el estado de sus 250.000 refugiados.

Pero, para Arafat, ahora las condiciones son más que precarias, en gran parte porque persiste la ruptura de la OLP con Siria. Fueron las tropas de Asad las que expulsaron a los guerrilleros de Arafat del puerto de Trípoli en 1983, y el entusiasta apoyo que la OLP dio a Irak el año pasado irritó aún más a Asad, que envió tropas para derrotar a Sadam Husein.

Tras la firma del pacto de hermandad con Líbano, más que nunca Siria es el principal factor de poder en Líbano. Arafat se ha quedado con muy pocas cartas en la mano.

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