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El paraíso de los libros

Mario Vargas Llosa

El pueblecito galés de Hay está al pie de una cordillera misteriosa, llena de leyendas -las Black Mountains-, en la margen derecha de un río cuyo nombre semirrima con el suyo: el Wye. La frontera se halla tan cerca que, cuando los vecinos salen a dar una vuelta, cruzan y descruzan muchas veces, sin saberlo, el invisible lindero que separa Gales de Inglaterra. En lo alto del pueblo hay un castillo de origen normando, donde hace ocho siglos vivió Willíam el Ogro, cuya mujer, Matilda, una giganta musculosa, lanzaba piedras que llegaban a Llowes, un pueblo a dos millas de distancia.Aquí recaló, un día de 1962, un joven de 23 años llamado Richard Booth. Había pasado por Oxford, hecho vagos estudios de historia e intentado, a instancias de su padre, un coronel retirado, ganarse la vida como contador y comerciante de antigüedades. Afortunadamente para Hay y los lectores de este mundo, en ambos empeños fracasó.

En realidad, era un excéntrico. La excentricidad es una institución británica tan antigua y tan respetable como el Parlamento, una forma vistosa y extrema del individualismo que está detrás de muchas cosas buenas que ha producido este país, empezando por su sistema político. Richard Booth enriquecería aquella tradición notablemente.

En Hay y por una suma ínfirna -600 libras- compró la antigua estación de bomberos. Allí abrió su primera librería de libros de lance. La segunda, en la ex carnicería del lugar. Pronto, los libros viejos y viejísimos que Booth iba adquiriendo en incesantes correrías por las campiñas galesa, inglesa e irlandesa comenzaron a invadir el centenar y pico de viviendas de Hay, ante los ojos atónitos de los granjeros que se preguntaban quién demonios iba a comprar -¡en Hay!- esas montañas de papel impreso.

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Ahora, casi 30 años después, Hay-on-Wye es la capital mundial del libro de ocasión y Richard Booth figura en los récords de Guinness como el hombre que tiene más kilómetros de estantes y más librerías de libros viejos en todo el planeta. Viven en Hay unos 1.500 vecinos y se calcula que la cifra promedio de libros que se ofrecen en venta no baja nunca del millón y medio.A Booth no le fue difícil, en el empobrecido pueblito que era Hay, adquirir todas las casas que hacían falta para los libros que compraba. El gran problema era construir anaqueles y armarlos donde exhibirlos. Según Kate Clarke, que ha escrito una amena historia de esta aldea convertida en paraíso de bibliófilos -Book of Hay-, la Providencia o el azar hizo que entre los vecinos del lugar hubiera uno que en audacia y extravagancia no tenía mucho que envidiar al propio Booth. Su nombre era Frank English. Anarquista, amante de los libros, bebedor oceánico, era también un eximio carpintero. Obra suya parecen haber sido -hasta el año pasado, en que murió- gran parte de esos centenares de estantes que cubren las paredes, las escaleras, los vestíbulos, los entretechos, los establos y, se diría, todo espacio protegido de la lluvia y el viento en esta inesperada encarnación del cuento borgiano La biblioteca que es Hay-on-Wye. Estuve aquí por primera vez hace algún tiempo, apenas por unas horas, para participar en un Festival de Literatura que trae hasta este pueblo a muchos escritores cada comienzo de verano. Me quedé tan desmoralizado por haber tenido la miel junto a la boca y no haber podido saborearla que ahora he vuelto. No me arrepiento de haberlo hecho. Comprar libros es un placer casi tan grande como leerlos, una aventura excitante y secreta que pone en acción todos los recursos del cuerpo y del alma: la fantasía, la intuición, la vista, el tacto. Recuerdo que mi amigo el poeta mexicano José Emilio Pacheco, con quien salí una vez en una expedición bibliográfica, ponderaba los libros, antes que por el título, el papel, el empaste o la grafía, por el olor. Se los llevaba a la cara y cerrando los Ojos los as piraba como quien tiene ante las narices un perfume o una flor: la fragancia le decía si tenía en las manos una obra maestra o una birria. Las expediciones librescas deben hacerse, de preferencia, en soledad. A un exquisito gastrónomo le oí decir una vez: "Cuando uno quiere comer bien no puede tener más diálogos que con el maitre y el sommelier. La compañía mata el placer de la mesa". Pasa lo mismo con las librerías, y sobre todo con las de libros viejos, donde, si la concentración y la disponibilidad del explorador no son totales, el gran descubrimiento, el hallazgo feliz, suelen no ocurrir.En cambio, quien, abstraído del mundo circundante, olvidado de todo y principalmente del tiempo, se va transubstanciando con ese bosque de signos y cartones, tablas, grabados, papeles, que lo rodea, merodeando, hurgando, escrutando, palpando, volviendo una y otra vez sobre los anaqueles ya andados, en lo que parece un itinerario caótico, pero es, en verdad, un orden secreto, sabe que más tarde o más temprano el milagro sucederá. Y ahí aparecerá, semioculta entre un esquinero y una enciclopedia, aquella primera edición tan añorada o, vejado por telarañas, el panfleto aquel de aquel poeta que siempre quisimos tener o el ejemplar de esa revista que todos citaban y nunca nadie vio. Parecían estarnos esperando, haber hecho una larga y misteriosa peripecia preparándose para este encuentro con nosotros. Las librerías de libros antiguos a mí me han ayudado a entender eso que se llama amor a primera vista y el azar maravilloso de las teorías surrealistas.Pero es verdad que esta humanidad de bibilómanos, apiñada en los vericuetos de Hayon-Wye, con la que he convivido este Fin de semana, es peligrosa. El adicto al libro pasa sin dificultad del arrobo místico, en que lo sume la contemplación del incunable, a un furor envidioso propenso al crimen si alguien le gana la mano en un ejemplar que le interesa. A un caballero con sombrero bombín y mostachos paleolíticos, con el que habíamos cambiado sonrisas mientras inspeccionabamos las existencias literarias del ex cinema Plaza, convertido también en librería, cometí la perversidad de mostrarle la primera edición de Palinurus, de Ciryl Connolly, que acababa de desenterrar de una pirámide de nimiedades. Aprobó, con media sonrisa civil. Pero un rato después, hablando solo, masculló algo sobre los "dagos " (equivalente al "sudaca" español).

¿Está la civilización del libro condenada a perecer? Cada vez oigo a más Casandras anunciarlo. Y, técnicamente, parece

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El paraíso de los libros

Viene de la página anteriorposible. Todo el conocimiento científico, técnico y humanístico preservado hoy en bibliotecas estará más seguro una vez que sea totalmente trasladado a las computadoras, donde ya se halla buena parte de él. Y éstas serán, en el futuro, de eso no hay duda, el vehículo primero para producirlo, almacenarlo y transmitirlo. Pantallas, parlantes, auriculares sustituirán, y con creces, la que fue la función del papel. Ni más ni menos que como éste reemplazó al pergamino medieval y éste al papiro egipcio y éste a la tablilla babilónica.

No pienso ponerme a llorar. Acepto la hipótesis de que el proceso acarreará ventajas considerables en terminos de educación colectiva, comunicaciones, información, desarrollo de la tecnología y los experimentos científicos. Eso sí, me intriga la suerte de la literatura en medio de estas mudanzas. ¿Sobrevivirá, en la era audiovisual? Seguramente sí. Pero cada vez como una cultura más al margen de la principal, la que concentre la atención, la dedicación y la diversión del mayor número, algo que está ocurriendo ya en la mayoría de los países considerados cultos. En contrapartida, será tal vez más personal y más libre.

Lo cierto es que la literatura tuvo siempre una vocación universal, pero nunca lo fue en la práctica en ninguna sociedad. El libro estuvo siempre confinado en una minoría, aquella que tenía la educación necesaria y las condiciones materiales mínimas para adquirirlo y disfrutar de él. Eso, hasta hace relativamente pocas décadas, ponía al margen de la cultura del libro a grandes sectores de la población, incluso en los países más desarrollados. Sólo en la época contemporánea, y apenas en un puñado de naciones que, gracias a la cultura democrática, han alcanzado un desarrollo y una prosperidad sin precedentes en la historia, existen de veras las posibilidades de que la sociedad materialice esa predisposición hacia lo universal que anida en toda literatura auténtica. Pero ya es tarde. Porque las pantallas primero la grande y luego la chica- han ido desplazando invenciblemente al libro como primer entretenimiento de la gente.

Estas son especulaciones a muy largo plazo. En lo inmediato, para contento mío y de muchos, los libros gozan de buena salud. Basta estar aquí, en este lluvioso domingo de Hay-on-Wye, para comprobarlo. Ni los negros nubarrones agoreros, ni las trombas de agua que caen del cielo, ni el viento glacial del supuesto verano, desaniman a los millares de bibliómanos, venidos de todos los rincones del globo, que se meten a todas las casas-librerías, husmean los armarios, manosean los libros con amorosa delectación y sonríen de pronto, enarbolando una presa, como el rabdomante que encontró agua.

¿Y qué fue de Richard Booth, el causante de todo esto? Tuvo tanto éxito que terminó comprándose el castillo de la giganta Matilda, al que naturalmente atiborró también de libros antiguos. Asimismo, se compró un Rolls-Royce y se casó y descasó muchas veces. Y dio Fiestas tan extravagantes en su empinada mansión sobre el río Wye que la prensa se ocupó de ellas tanto como de sus proezas librescas. Este fin de semana no está aquí, sino en los Estados Unidos, adonde va regularmente a comprar bibliotecas que luego trae a Hay, desmenuza y vende (sobre todo a estadounidenses) a destajo. Todo el mundo lo conoce y cuenta anécdotas sobre él Mi impresión es que la mitad del pueblo lo adora y la otra mitad lo detesta. Dicen que recorre a diario los pubs del lugar, con una coleta de vivos, que beben a su costa y escuchan, complacientes, sus proyectos delirantes.

En 1977 declaró a Hay una monarquía independiente y, en una publicitada ceremonia, desde la terraza de su castillo, se entronizó rey con el nombre de Ricardo Corazón de los Libros. En el mismo acto rebautizó a su caballo con el apelativo de Calígula y lo nombró primer ministro. Desde entonces vende títulos nobiliarios y pasaportes de su imperio de papel a precios módicos. Más en serio, dedica buena parte de su tiempo y sus recursos a defender el medio ambiente y la cultura rural de este rincón de Gales contra el avance de la civilización industrial a la que, por lo visto, teme más que a la polilla. Acaba de extender sus redes bibIliográficas a un pueblecito del sur de Francia, Montolleu, en las vecindades de Carcasonne, al que se ha empeñado en transformar en una versión francesa de esta aldea. Ha comprado dos viviendas e instalado sus dos primeras librerías. Un librero de Bélgica y otro de Holanda han seguido su ejemplo. Espero que tenga éxito, para ir hasta allí y ser feliz en Montolieu como lo he sido en Hay-on-Wye., 1991. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1991.

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