Amor de madre

Una familia vive en un paradisiaco Michigan de postal. Papá, mamá y su niñita conviven en armonía. Papá, que es médico, oye ópera de cuando en cuando; los abuelos los visitan, papá ha aprendido a pescar en el río a cuyas orillas se alza, imponente, la casa familiar. Papá, no obstante -nadie es perfecto-, siente una lejana añoranza: a pesar de que lleva en Estados Unidos 20 años -es iraní-, hace 10 que no ve a los suyos; en medio de todo este tiempo se ha producido la caída del sha y Jomeini ha asumido el poder.Su magmática familia le reclama. Con la excusa de unas cortas vacaciones, papá lleva a las dos mujeres de la casa a Irán. Pero papá ya no es el mismo: arteramente, ha engañado a mamá y piensa obligarla a quedarse a vivir en su fanatizado país.

Su carácter cambia sutilmente primero, brutalmente después. La bestia que duerme en el interior de todo ¿hombre?, ¿fanático religioso?, ¿musulmán?, ¿tercermundista? se despierta y le lleva, primero, a prohibir, y, más tarde, a agredir. Pero mamá, ahora ya sí protagonista, es más lista, más fuerte -es occidental, es americana, es madre, qué diablos-, y se las apañará para conducir a la niñita -nueva fuga a Egipto- lejos del monstruo barbado y bárbaro de papá. A nadie puede extrañarle que el filme termine con una gran bandera estadounidense ondeando a todos los vientos del planeta, y la madre afirmando a su hijita, convencida, sonriente: "Ya estamos en casa, pequeña".

La mamá, de gira

Perdonará el lector la explicación del final de la historia, pero seguramente ya la sabe: los medios de comunicación han aireado, en días pasados, la peripecia de Betty Mahmoody, la mamá, en gira por Europa para promocionar su libro y este filme.No debe extrañar tampoco la puntual adaptación de un éxito de ventas que lleva escrito ya algún tiempo; pero la guerra del Golfo ha convertido todo lo que huele a musulmán -si malo, mejor- en una mina de oro que Hollywood, como siempre, está dispuesto a explotar. Que la película resultante sería claramente maniquea, un cuento de madre buena y padre malo, era no sólo previsible, sino inevitable, a tenor de cómo se las suele gastar el cine americano -de hoy, de siempre-; véase como ejemplo que al único iraní bueno que aparece en la función se le designa no como tal, sino como persa, haciendo que su nobleza se eleve hacia atrás en el tiempo en busca de una legitimación que al público americano, tan ducho él en las historias de la historia, le suena deicididamente mejor que musulmán o iraní.

Como igualmente inevitable ha sido, por desgracia, la estructura elegida para la narración: un torpe, aburrido, "previsible melo con madre y niña sufrientes, y doblemente aisladas, en un país enemigo y sin entender una lengua que no es la suya: no se puede pedir más.

Lo que sí se podría -se debería- exigir es más oficio de un Brian Gilbert que, como es norma general en los tiempos que corren, deja a sus actores campar por sus fueros -y eso, con la desgarradora Sally Field por medio, es mortal de necesidad-, desaprovecha el talento de un gran actor como el pobre Alfred Molina y permite que el sopor se adueñe del respetable, que, como es obvio, puede optar entre creerse a pies juntillas el horrendo destino de la sacrificada progenitora o, solución alternativa, imaginarse qué bien nos habría ido a todos si la buena de doña Betty se hubiese enamorado no del iraní, sino de un Johnny cualquiera, por ejemplo el de la casa de al lado, blanco, anglosajón y protestante.