Algunas consideraciones sobre el racismo
La autora reflexiona sobre el creciente racismo en España y hace alusión a una aparente contradicción de la justicia española: mientras castiga los ataques contra las minorías étnicas, enmudece frente al "genocidio ortodoxo", de la explotación laboral, y violación de derechos de los llamados inmigrantes ilegales.
En el momento actual el avance del racismo en Europa viene siendo una realidad, aunque a veces se confunda con otros fenómenos más difusos, y sin embargo afines, como la xenofobia o la creciente misantropía, con los que a veces se mezcla. En todos estos casos estamos, desde luego, frente a sentimientos, autónomos o dirigidos, que expresan una relación enferma, cuando no perversa, con la alteridad, dejando al descubierto aspectos nada encomiables de la condición humana. Tal vez en el fondo late siempre la misma cuestión: el miedo ancestral del hombre a la diferencia.El prejuicio profundo contra la otredad, contra la calidad de ser otro y distinto, se incardina, no obstante, sin fisuras en el entramado económico-social, y, desde luego, no empece la llamada por Maffesoli lógica de la dominación, presente en el contexto social y en la estructura económica comunitaria, y aunque, como afirma Foucault, "la vida escape siempre sin cesar", puede decirse, en línea de máxima, que en los países industrializados existe un pacto social que desdibuja el fenómeno racista como fenómeno de clase a nivel nacional, siendo a los efectos de la contemplación del otro diverso un pacto -invisible o no- entre capital, partidos y sindicatos obreros, que se explica a través del desplazamiento de un interés de clase a un interés nacional, sobre la base del beneficio que acarrea la conjunta explotación de, por ejemplo, la mano de obra barata del Tercer Mundo. Por ello se afirma que el racismo no es un fenómeno de clase, sino un fenómeno transversal a las clases sociales nacionales.
En un estudio realizado por el Colectivo IOE sobre los inmigrantes en Espana se pone de manifiesto cómo nuestro país, tradicionalmente de emigración, viene siendo, sobre todo en la última década, un país de inmigración, con un porcentaje significativo (en torno al 2,5% de la población), aunque inferior al de Francia o al de Alemania, y en general al de otros países europeos. Dentro de este porcentaje se distinguen categorías: los inmigrantes asentados, los económicos y los exiliados políticos.
Los primeros proceden del primer mundo, y suelen gozar de permiso de trabajo y de residencia. Poseen un nivel de vida muchas veces superior a la media española. Son los técnicos del capital extranjero en nuestro país.
Los exiliados políticos tienen una cobertura de protección que les proporcionan -aunque no sin problemas- los niveles institucionales nacionales y los organismos internacionales. Cuentan también con la solidaridad de los partidos que les son afines. A pesar de ello viven periodos de dif ícultad que alternan con momentos de bonanza en función de los vientos más o menos democráticos que soplen a nivel nacional.
Los económicos provienen casi en su totalidad del Tercer Mundo, de Portugal y, recientemente, del Este europeo. Los del Tercer Mundo y los de Portugal son, según el citado estudio, uno de los colectivos marginados de mayor amplitud, equiparable en número al colectivo gitano, cuyos problemas son, en todo caso, bien distintos, aunque vivan situaciones comunes (nomadismo nacional, altibajos laborales, discriminación). Los inmigrantes económicos suponen una reserva de trabajo temporero (chicas de servicio, mineros, agricultores) para sectores laborales especialmente explotados y sentidos como peligrosos o despreciables, donde precisamente por estos motivos resulta difícil encontrar mano de obra local en el contexto del Estado de bienestar. La mayoría de estos trabajadores desearían retornar a su país, pero esto es imposible si pretenden sobrevivir tanto ellos como sus numerosas familias.
Delincuencia
Aun a pesar de las frecuentes incursiones alarmistas de la prensa amarilla y de la más reaccionaria opinión pública, lo cierto es que, en los estudios científicos realizados en nuestro país, la delincuencia, el tráfico de drogas y la prostitución son las soluciones más extremas a las que recurren los inmigrantes económicos en situación de necesidad, y, según la información policial, la delincuencia más profesionalizada es la que corresponde a los extranjeros del primer mundo (italianos, franceses, alemanes, por este orden). Sin embargo, y ésta es la paradoja, la primera causa de detención y expulsión de extranjeros en nuestro país viene marcada por el hecho de no tener los papeles en regla. Y son los marroquíes los que ocupan el primer lugar en la clasificación de indocumentados. El permanente cerco policial de que son objeto da lugar, a su vez, a que se afirme y afiance su condición de marginados.
La ley, como ocurre casi siempre, pone de manifiesto la realidad social, estableciendo una neta distinción entre los extranjeros legales y los ilegales. A estos últimos los etiqueta de antemano como predelincuentes o delincuentes potenciales, reverdeciendo el viejo discurso jurídico-penal de la peligrosidad sin delito, tan caro a los regímenes totalitarios. Desde el punto de vista legal, el incumplimiento de los requisitos administrativos supone la expulsión sin mayores miramientos, aunque en muchos casos ello acarree la condena a la marginación o incluso la muerte. Tal vez por esta circunstancia la ley se recurrió por el Defensor del Pueblo ante el Tribunal Constitucional en los artículos que hacen mención de la negación del derecho de reunión y asociación de los indocumentados, de las causas de detención y expulsión de extranjeros (que incluye la posibilidad de detención de hasta 40 días y posterior expulsión por el hecho de no tener papeles) y de la imposibilidad del extranjero de recurrir a tribunales de rango superior ante las resoluciones impugnadas.
El racismo, que como movimiento organizado tuvo su cuna en Europa antes de ser exportado al planeta, tiene plena vigencia en el momento actual, desde los chistes neoríaz1s sobre los turcos en Alemania hasta su utilización como leitmotiv en las campañas electorales de Le Pen en Francia, desde los ataques a los negros en Redbridge hasta la carga xenófoba contra los asentamientos gitanos en cualquier punto de España, y contra los moros en Andalucía, y contra los negros en Cataluña...
Desde el punto de vista legal, en nuestro país, desde 1971 se cuenta, sin embargo, con un precepto en el Código Penal, el 137 bis, que incrimina los ataques contra los grupos étnicos, raciales o religiosos, castigándolos con penas muy graves: con la de reclusión mayor a los que causaren la muerte, castración esterilización, mutilación o lesión grave a alguno de sus miembros, y con la de reclusión menor a los que sometieren al grupo o a cualquiera de sus individuos a condiciones de existencia que pongan en peligro su vida o perturben gravemente su salud, así como a los que llevaren a cabo desplazamientos forzosos del grupo o de sus miembros o adopten cualquier medida que tienda a impedir su género de vida o reproducción o trasladaren individuos por la fuerza de un grupo a otro.
Admitido este tipo penal como delito de genocidio, al que el juez belga Dautricourt define como "privación de algunos de los derechos fundamentales de la persona humana", las preguntas que me formulo junto al lector atento a las circunstancias de los colectivos de diversos en nuestro país (condiciones de trabajo insalubres, así como de vivienda y de alimentación, trata de mano de obra barata, discriminación de los niños en las escuelas, de todos en los lugares públicos y privados, desplazamientos en grupos para trabajos peligrosos, jornadas laborales inacabables para salarios míseros ... ) son las siguientes: ¿es que la justicia no tiene en este ámbito del racismo más que un valor simbólico?, ¿o es que se pretende construir un genocidio ortodoxo, del que ya existen horribles precedentes, para intervenir?. El silencio parece ser ya una respuesta.
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