OTAN y fuerzas de intervención
LA REUNIÓN celebrada en Bruselas por los ministros de Defensa de los países de la Alianza Atlántica -con la excepción de Francia, que no participa en las labores sobre organización militar- ha adoptado una serie de acuerdos para crear unas fuerzas de intervención rápida, de carácter multinacional, que serían colocadas en principio bajo mando británico. La OTAN, creada para hacer frente a una agresión de la URSS, necesita hoy, cuando la amenaza de tal agresión ha desaparecido, revisar por completo su razón de ser y su funcionamiento. Esta necesidad de cambio profundo fue reconocida en la cumbre de Londres de julio de 1990. Después, la guerra del Golfo, de la que la OTAN quedó lógicamente marginada, tuvo, no obstante, efectos sobre su estructura, sobre todo por la concentración en Oriente Próximo de los efectivos de EE UU. Desde esta perspectiva, la decisión de crear una fuerza de intervención rápida, de carácter multinacional, puede tener el efecto positivo de reducir los efectivos militares en diversos países y, desde el punto de vista técnico, conducir a una modernización.Sin embargo, la nueva situación que se ha creado en Europa exige de modo prioritario un acuerdo político sobre lo que debe ser una política de seguridad y de defensa. Tal acuerdo no existe por ahora. Por un lado, para los países de la CE que están preparando su unidad política y quieren dotarse de una política exterior común, la necesidad de una defensa europea debería plantearse de modo insoslayable. Sin embargo -salvo por parte de Francia, que insiste en sus tesis favorables a una defensa común al servicio de la CE-, las posiciones europeístas en este terreno parecen haber retrocedido: quizá por la propia dificultad que supone la realización de tal proyecto. Por otra parte, EE UU ejerce una presión muy fuerte -como lo ha confirmado el último viaje del secretario de Defensa, Cheney- para que todo lo referente a seguridad y defensa quede dentro del marco de la OTAN.
Conviene tener en cuenta otro fenómeno, que parece reflejarse en las últimas decisiones de Bruselas: la presión inquietante de un aparato militar que se ha incrementado en el curso de la guerra fría, dedicado a preparar la respuesta al ataque de la URSS, y que ahora necesita imperativamente encontrar otros campos para seguir funcionando. Es sabido que la dinámica interna engendrada por aparatos burocráticos o militares puede autoalimentarse hasta extremos perniciosos. Por ejemplo, creer que, ante los principales problemas que se perfilan en el Mediterráneo o en Europa, la acción militar es el mejor remedio sería una aberración. Como dijo recientemente un delegado francés en una reunión dedicada a estudiar la nueva estrategia de la OTAN, "el integrismo islámico no se puede detener con un ejército".
En ese orden resulta preocupante la declaración del secretario general de la OTAN, Wörner, en el sentido de que las unidades de la OTAN podrían actuar "fuera de zona" si los países interesados estuviesen de acuerdo. No parece adecuado que una decisión de tal calibre -que modifica el texto del Tratado de la OTAN ratificado por los parlamentos- pueda adoptarse con motivo de unas discusiones sobre la organización de las fuerzas militares. La conveniencia de mantener la OTAN no se ha puesto en discusión. Pero existe a todas luces un gran retraso en la concertación política, al más alto nivel, sobre el papel que ahora debe desempeñar. Ese vacío no se puede llenar con medidas de estructura militar. Éstas sólo pueden ser aplicación de una orientación política que -sin duda por la dificultad de asumir unos cambios trascendentales e inesperados- aún carece de claridad suficiente.
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