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Puerca tierra

Manuel Rivas

Después de las medicinales lluvias de mayo, llegan los primeros calores y el viejo campesino mira para el nieto -ha venido, la descendencia, de fin de semana desde la ciudad-, que lame golosamente- un helado drácula, agua congelada con colorantes, equivalente, en precio, a un kilo de patatas. Para comprar el caballero del Zodiaco con el que juega ahora el crío habría que vender 60 kilos de patatas, y el polo estampado que luce el rapaz con un dinosaurio en la pechera exigiria, en un trueque de especies, 100 kilos de tubérculos.Y aún así, el viejo, que lía su pitillo con dedos esculpidos a macheta, está preocupado por las patatas. Quieren y no quieren lluvia. Nacen bien o mal por un sutilcapricho de los cielos. Cuando vuelvan hijos y nietos a la ciudad, su mayor placer será que se lleven unos kilos. Comida de verdad, amamantada por la tierra y el estiércol de sus vacas. En precio, lo que vale una miniatura plástica del Capitán América.

El viejo campesino puede saber o no saber lo que ha dicho el ministro. Unas palabras más o menos no van a hacerle pestañear. Sus gestos más rotundos los reserva para soportar el viento cabrón del Noreste o para un parto complicado a medianoche, cuando el ternero se empena en salir al revés. Desde que tuvo uso de razón renunció a enterider la economía. Sólo sabe que cuanto menos cobre él por el litro de leche más caro le saldrá al consumidor. Y que si es excesivamente buena la cosecha, obtendrá menos beneficios.

A veces ve la televisión mientras desgrana el maíz. Le gusta sentir algo real en las manos al tiempo que se suceden las imágenes, y confiesa que le cuesta distinguir en ocasiones dónde termina un telefilme y comienza un telediario, aunque siempre se fija mucho en los anuncios para calcular cuántas patatas hay que vender para comprar una coca-cola o un champú con suavizante.

Pero el ministro ha dicho esta vez que sobran la mitad de los campesinos en España, y en que en 5 o 10 años más hay que amputar de cuajo el excedente. Y nadie ha respondide. Como si el destino del campesino no entrase en las categorías políticas, su mundo y su cultura fuesen un anacronismo, y su lenta extinción, un imperativo del progreso.

Imaginemos qué hubiera pasado si el ministro afirmase que sobra la mitad de cualquier otro oficio en España. La mitad de funcionarios, banqueros, psIcologos, ferroviarios, minclros, taxidermistas, curas, columnistas o cantantes líricos. Seguramente hablaría con rigor económico, pues sobrar, puestos a sobrar, puede sobrar la mitad de cualquier cosa, incluso ministros. Pero el ministro nunca tal dirá, y menos en vísperas electorales. El ministro de Transportes puede jugarse la continuidad si dice que sobran la mitad de los taxistas. El de Sanidad puede entrar en barrena si proclama que en 10 años hay que deshacerse de la mitad de los médicos, y el de Cultura irá de cráneo si recomienda la reconversión a otro oficio más pragmático del 50% de los escritores, por más que el 99% viva de otra cosa. El de Relaciones con las Cortes lo tiene más claro con los senadores, a la vista de los últimos acontecimientos, pero no le ahorro la ganancia al de Defensa si afirma que sobran la mitad de los oficiales.

El de Agricultura puede decir, y lo dice, que sobran la mitad de los campesinos.

No pasa nada. Los campesinos pueden sacar los tractores a la carretera general, pero no por mucho tiempo. Pueden, un día de ira, arrojar unas boñigas en lustrosas fachadas, pero no es ése su lenguaje. No pueden parar. No pueden declararse en huelga. No serviría de nada ni ésa es su ley. Un, conflicto laboral de los empleados de la Telefónica en Madrid -punto arriba, punto abajo del convenio- tiene mil veces más repercusión informativa que el que un millón de ganaderos no cobren durante meses las entregas de leche.

El ministro puede decir estas cosas porque no tiene pelos en la lengua -hay que reconocer el mérito de la inusual sinceridad- pero sobre todo porque habla de un mundo que no es de este reino. Habla por boca de una cultura, triunfante y progresista, que ignora otra cultura, callada y defensiva.

De todas formas, y haciendo honor a tan sincero y directo lenguaje, parécenme sus declaraciones de una inmisericordia espantosa y estremecedora. Suenan a cascos de caballería sobre una infantería en retirada. ¿Cómo se le puede decir a un mundo que sobra medio mundo sin ofrecer futuro alguno que no sea el que Dios quiera? Hace unos anos, un experto economista contratado por una entidad de ahorros gallega llegó a la misma conclusión que el señor Solbes. Sobraban la mitad de los campesinos. Y se afirmaba con parecida rotundidad, como si en aras de la rentabilidad económica hubiese de proceder a un inmediato desalojo. ¿Qué hacer con esa gente? El escritor Méndez Ferrin sugirió retomar la propuesta de Jonathan Swift para solucionar por lo sano el problema irlandés: meter en salazón la carne de los niños de la isla de San Patricio, exportarla a las Indias, con lo que los incómodos irlandeses sobrantes serían condenados a la extinción y el comercio exterior inglés se vería favorecido con un nuevo ramo de actividad.

Una de las gemas más preciosas de la literatura contemporánea es ese libro de relatos de John Berger titulado Puerca tierra (editado en castellano por Alfaguara). Es una obra inusual, no sólo por sin calidad literaria y la tensa emoción con que está escrita. También lo es por el tema: historias de pequeños campesinos en la Europa de los grandes monopolios. Y lo es por una tercera característica. Berger, el genial crítico artístico de El sentido de la vista, remata su obra con un epílogo en el que reflexiona con lúcida crudeza sobre el destino del campesinado: "Despachar la experiencia campesina como algo que pertenece al pasado y es irrelevante para la vida moderna; imaginar que los miles de años de cultura campesina no dejan una herencia para el futuro, sencillamente porque ésta casi nunca ha tomado la forma de objetos perdurables; seguir manteniendo, como se ha mantenido durante siglos, que es algo marginal a la civilización; todo ello es negar el valor de demasiada historia y de demasiadas vidas. No sepuede tachar una parte de la historia como el que traza una raya sobre una cuenta saldada".

Quizá pronto los campesinos dejen ya de ser un problema. No sólo porque se aguijonee sin misericordia el excedente, sino porque es ya un mundo envejecido. Y un oficio demasiado difícil de aprender para aquellos que lo amamos sin serlo.

Para entonces, cuando el programa de extinción se consume, y el viejo deje de desgranar la espiga con la hendidura de las uñas selladas de puerca tierra, algún ministro proclamará la necesaria vuelta al campo.

es escritor y periodista.

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