El arte grande y efusivo de Pavarotti
Retornó a Madrid Luciano Pavarotti. Esta vez no al desapacible Palacio de los Deportes, sino al Auditorio Nacional, que registró la mayor entrada de su historia.No decepcionó, que ese verbo no cuenta en el léxico de Pavarotti, pero sí tardó en calentar al respetable, pues ni Giordani, ni Legrenzi, ni Gluck constituyen el repertorio más idóneo de Pavarotti, al que, entre otras cosas, le sobra voz por todas partes a la vez que le falta ese estilo que glorificó a Victoria de los Angeles. El recital comenzó con éxito, pero no indescriptible, y subió de tono con Bellini en cinco deliciosas arietas.
El Pavarotti que su público esperaba apareció en Cielo e mar, de la Gioconda, y reapareció con fuerza superior en M'appari, de Martha, la ópera de Flotow. Entre una y otra, el refinado tríptico de Respighi, del que es página superior Nebbie (Niebla), y para el final, tras la Serenata de Mascagni, la inevitable Girometta, de Gabriele Sibelli y Occhi di fata (Ojos de hada), de Luigi Denza, uno de los grandes de la canción napolitana.
Gala del Teatro Lírico Nacional
L. Pavarotti, tenor, y L. Magiera, pianista. Obras de Giordani, Legrerizzi, GIuck, Bellini, Ponchielli, Respighi, Flotow, Mascagni, Sibella y Denza. Auditorio Nacional. Madrid, 10 de mayo.
Después, la locura; esto es, los esperados y reclamados encores: un preciosamente dicho Recondita armonia, de Tosca, y un todavía mejor Nessum dorma, de Turandot, junto a nuevas napolitanas celebérrimas cual Marechiare o A vucchella, de Paolo Tosti, sobre versos de Gabrielle D'Annunzio.
Describir el arte de Luciano Pavarotti es empeño tan peliagudo como inútil. Por una parte, es sobradamente conocido en todos sus valores y efusiones, tantos que ocultan algunas incertezze observadas ya por Eugenio Montale cuando el Rigoletto de la Scala en 1965. Imperfecciones que en alguna medida humanizan el hacer de Pavarotti, pleno de facultades, formidablemente seguro en los agudos, claro en la dicción, las articulaciones y el fraseo.
Colaboró con el tenor un maestro tan conocedor como Leone Magiera, modenés como Pavarotti. Pone el piano en actitud de servidumbre al cantante y sustituye con pericia a una orquesta entera en las siempre decepcionantes transcripciones de los trozos operísticos.
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