Dios, ciencia y democracia
Supongamos que dudo tanto, que sólo esto, seguro de mi propia existencia. Bien, pues eso es estar seguro de muchas otras cosas. La existencia de la propiamente implica la existencia de un mundo virtual: el conjunto de todas; aquellas cosas que puedo llegar a imaginar. En particular, ciertas cosas no sólo son imaginables, sino que, encima, han sido finalmente imaginadas. Es el mundo real. Y también hay que decir que parte de ese mundo real es, además, percibible por los; sentidos, es el mundo experimental. La experiencia es el mundo más fácil de compartir. Pero la realidad, el conjunto de todas las cosas imaginables que han sido imaginadas por lo menos una vez, es infinitamente compleja. Y la infinitud atemoriza el alma. La realidad sume el alma en una descomunal soledad. Las mentes tienden por ello a compartir su realidad, pero nada infinito es transmitible eficazmente por el espacio y el tiempo. Hay que simplificar. Conocimiento es la representación (finita) de cualquier realidad (infinita). El conocimiento es siempre una aproximación. Cuando la simplificación es obvia se utiliza el método científico, cuando la simplificación es imposible se acude al método divino (en cualquier otro caso intermedio siempre se puede probar con el método artístico).
El método divino se basa en la existencia de la divinidad. Hasta aquí no hay nada que objetar. La divinidad existe. En cierto sentido, incluso existe tautológicamente. Los hombres se dividen en dos clases: los que creen más bien que el hombre está. hecho (por Dios) a imagen y semejanza de Dios y los que creen más bien lo inverso, es decir, que es Dios el que está hecho (por el hombre) a imagen y semejanza del hombre. En otras palabras, admitir la existencia del hombre implica admitir la existencia de la divinidad, entendida o bien como el Creador del hombre o bien como un creado del hombre. La divinidad. es, en cualquier caso, el sujeto del conocimiento divino. Pero el conocimiento divino influye, a su vez, en la vida y en la convivencia de los hombres. Y esta claro: no se puede negar la existencia de nada que influya sobre lo existente. El principio fundamental del método divino para producir conocimiento es único y trasparente: el conocimiento es de la divinidad y ésta tiene a bien revelarlo a los hombres: la divinidad simplifica la realidad para nosotros. Hasta aquí el principio, todo lo demás son consecuencias deducibles de los atributos de la divinidad. De la infalibilidad de la divinidad se deduce, por ejemplo, que el conocimiento siempre es compatible con la experiencia, su unicidad es garantía de coherencia y su vastedad, garantía de completitud. El conocimiento obtenido por vía divina, por definición, no cambia. Si la divinidad es el Creador, entonces sigue sin haber objeciones. Pero resulta que los creyentes más acérrimos reconocen aspectos creados del Creador y, sobre todo, consideran creado a todo Creador que no sea isomorfo con el propio. Y, claro, si la divinidad es creada, el principio de la revelación se convierte en un verdadero sarcasmo. El conocimiento divino siempre es verdadero por definición, pero ¡ay!, existe una inflación de conocimientos falsamente divinos que devalúan el mercado del conocimiento. Es aquí donde asoman las primeras objeciones. La interpretación es un concepto inventado para salvar al conocimiento divino de sus desajustes experimentales. La interpretación corrige leves contradicciones de la realidad divina con la experiencia humana: matiza el conocimiento. La interpretación, liberada del método divino, puede apelar a otros métodos para producir conocimiento. La interpretación puede ser, por ejemplo, científica. La interpretación es el margen que habitan los venerables sabios que estudian los textos sagrados. Pero ahora viene la objeción seria de verdad. Es cuando se aplica el método divino sin ni siquiera disimular que un mortal ha usurpado el papel del ente revelador. Es cuando la propia interpretación se fabrica usando, de nuevo, el método di vino. Llegamos así al método de la divinidez: es el gran timo. Es el gran timo cipistemológico de cualquier furídamentalismo religioso o político. La historia de la humanidad está preñada de esta clase de dinivideces di vinas.
¿Qué es el método científico? Alguien, quizá alguien de la prehistoria, decidió un día renunciar a la ayuda de los dioses a la hora de conocer la realidad. Nacía así un modo de producir conocimiento que consiste en sustituir la revelación por la investigación: eso es el método científico. No hay grandes objeciones respecto a eso. Después de todo, la ciencia no niega explícitamente a la divinidad. Su descaro consiste, a lo sumo, en la afirmación tácita de que los dioses son prescindibles para acceder a la inteligibilidad de unas pocas partes del mundo. El creyente incluso puede incluir la ciencia entre sus creencias. La ciencia podría ser también un regalo de la divinidad, muy útil para entender la cara simple del universo, pero incapaz de plantearse la comprensión de su cara oculta y compleja. Si conocimiento es la simplificación de la realidad, la ciencia sólo simplifica lo que ya es, de por sí, muy simple. El científico rinde rápidamente sus armas ante ciertos temas de la materia viva, ante buena parte de la materia inteligente y ante la totalidad de los asuntos del alma humana. ¡Qué le vamos a hacer! El método científico para fabricar conocimiento se basa en varios principios, pero el que más interesa aquí es el principio dialéctico con la experiencia. En ciencia también hay cosas sagradas, y ésta es una: toda simplicación del mundo real (todo conocimiento) debe ser compatible con el mundo experimental. Compatible significa aquí el máximo de compatibilidad posible. En ciencia, pues, todas las verdades se escriben con minúsculas: no hay verdad que no pueda ser pulverizada por el resultado de un experimento. Sólo son definitivas las falsedades. Se está seguro, en todo caso, de lo que no es; nunca de lo que es. El conocimiento obtenido por vía científica, por definición, cambia.
La historia de la ciencia es una historia de cambios de opinión. Pero la ciencia cambia también nuestra propia existencia y nuestra relación con el mundo. El acto científico tiene lugar entre dos elecciones: la elección del objeto del conocimiento científico (el más grande compromiso del científico) y la de la aplicación de tal conocimiento (no hay clentíficos inocentes en este aspecto). Estas decisiones no siempre pueden tomarse sin salir del propio método científico. En muchas ocasienes, cada día más, hay que acudir a la consulta de otro tipo de convicciones, convicciones a las que se llega, ¿por qué no?, a través de un método de tipo divino. Tampoco hay objeciones serias a esto. Es la ideología, el margen y la limitación moral de la ciencia. El método clentífico es, gracias a su servidumbre experimental, menos falsificable que el divino. Pero aquí empiezan las objeciones serias. También aquí se produce una suplantación: la del método científico por parte de una autoridad científica, autoridad ganada, ésa sí, por el buen uso del método clentífico en otros menesteres. Es cuando científicos de bien ganado prestigio nos revelan verdades morales. Se trata de hecho de la divinización del sujeto científico; otra divinidez. Es el gran timo de la divinidez científica. La historia de la ciencia está salpicada de bochornosas divinideces científicas. En resumen, ahí están dos nobles métodos para producir conocimiento con sendos residuos patológicos: el divino, con su divinidez divina, y el científico, con su divinidez científica. Ambos métodos se ocupan en principio de objetos bien distintos; la ciencia para los simples (el movimiento de una bola de billar) y lo divino para los complejos (las venturas y desventuras del alma).
Hablemos ahora de política. ¿Cuál es el método que debe-
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