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Dinero chico, dinero grande

No sé qué morbosa curiosidad o qué rústica fascinación nos mueve a los que poco o nada sabemos de alta economía a leer con fruición las secciones financieras de los periódicos. Hay allí cifras tan inverosímiles que los propios especialistas optan por expresiones poéticas del tipo de temblor bancario, carnes al vacío, el desierto de los tártaros, Amadeus se constipa, o urden frases que son verdaderos vislumbres vanguardistas: "El constante avance de la morosidad y la caída de los márgenes retrasan la guerra del activo". Vean ustedes, si no, qué memoriable arranque para una novela: "La fecha del 15 de enero se encuentra, ominosa, en las mentes de todos aquellos que trabajan en la renta variable, y los operadores cuentan, aún Más desde que comenzó el año, con a ingrata compañía del espíritu de Damocles y su daga (Santiago Carear). En Fin, el e al modo de aquella escen e Madame Bovary en que los criados se asoman a las ventanas del castillo para ver danzar a sus señores, así nosotros, los usuarios del dinero chico, nos alzarnos a veces de puntillas para espiar el espectáculo, incomprensible y excitante, del dinero grande.Esta clasificación del dinero me fue revelada en la adolescencia, antes de leer a John Dos Passos y de ver la película América, América, de Ella Kazán. Frecuentaba entonces un quiosco donde se vendía tabaco suelto, chucherías, petardos y se cambiaban por unos pocos céntimos novelas policiacas, de amor y del Oeste. Lo regentaba un tal señor Emilio, que había sido durante 40 años conductor de tranvía. Ahora estaba jubilado, tenía un retiro de 1.500 pesetas al mes y se ayudaba con el quiosco para sobrevivir.

El señor Emilio sabía mucha geografía. Se conocía al dedillo las capitales de todos los países y qué montañas eran las más altas y qué ríos los más largos. Y también curiosidades del tipo de cuántos tornillos tenía la torre Eilfel y cuáles eran las mayores fortunas del mundo. Por si fuese poco, había leído un libro, un solo libro: una biografia de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, a quien juzgaba, sin discusión, el hombre más sabio que hubiera habido nunca. A pesar de todo, el señor Emilio consideraba, respecto a si mis mo, que el destino no lo había tratado con justicia, y que con un poco más de suerte podía haber sido un buen comerciante al por mayor, e incluso, ya puestos a soñar, inventor, empresario, como el propio Nobel. Tenía una casita en su pueblo natal de Ávila, adonde iba en agosto, y se pasaba buena parte del año ideando formas de combatir a las hormigas, que por lo visto no sólo invadían la casa, sino que estaban ya socavando los cimientos. Mezclaba distintos tipos de veneno y hacía pruebas con hormigas que guardaba en una lata. Aquellos experimentos le llenaban de orgullo, porque humildemente le emparentaban con el genio. Solía decir: "Aquí andamos con los inventos, siguiendo la estela del gran míster Nobel".

Una tarde de primavera, no recuerdo a cuento de qué, me dijo que tenía un secreto que nunca había revelado a nadie. Le tiré de la lengua y, tras algunos reparos, acabó confesando que allí donde lo veia, ganándose unas pesetillas en el quiosco él, el señor Emilio, era un poderoso señor, dueño de un gran jardín privado. No pude menos que reírme con aquel desvarío, a lo que él, ofendido en su dignidad, me dijo que si le guardaba el secreto me enseñaría sus propiedades. "El próximo domingo,", proclamó, "ven aquí a las diez y te mostraré mis jardines, ante los cuales Versalles palidece. Y tráete de comer porque recorrerlo cuesta un día entero y a buen paso".

Y, en efecto, dedicamos todo el domingo a recorrer su gran jardín privado. Estaba repartido entre solares, escombros descampados, alcorques, baldíos y hasta grietas de suelos y paredes. Allí nacían arbustos, malvas, tréboles, lirios, salvia, margaritas, chupimieles, y hasta orquídeas silvestres, y sólo él, el señor Emilio, sabía que, unidas por un trabajoso laberinto aquellas plantas dispersas formaban un jardín secreto: el más hermoso y secreto de toda la ciudad. Dedicaba los domingos y demás fiestas a cuidarlo y a pasear por él. Lo regaba, lo podaba y lo mantenía limpio de malas hierbas, y sufría por su jardín con las sequías, las tormentas y la especulación del suelo.

"Ésta es, junto con mis conocimientos geográficos ymis investigaciones toxicológicas, la única coa grande que yo he podido conseguir", me dijo al final del trayecto. Y fue entonces cuando me habló de las dos claes de dinero. su pensión, por ejemplo, o las ganancias del quiosco, eran dinero chico. "¿Y el grande?", le pregunté. "Ese es invisible, como Ellos", dijo él, "está en todas partes. pero no se le ve, que es lo que ocurre precisamente con mi jardin".

El señor Emilio distinguía también entre dictadores gran des y dictadores chicos. Los chicos eran, sobre todo, los inspectores de policía que a veces venían a requisarle el tabaco rubio de contrabando. Yo, por mi lado, añadí a ellos el capataz del taller mecánico en que trabajaba por entonces. El grande, sin embargo, a mí me parecía inofensivo. Al fin y al cabo, vivía lejos, en un palacio, y yo no sufría sus inclemencias. Pero el señor Emilio me dijo: "Pues no señor, el dictador grande es como el dinero grande, que está en todos los sitios, pero tampoco se le ve". Y así es como aprendí que las grandezas y miserias de este mundo quedaban unidas por un hilo invisible de fatalidad.

Al señor Emilio le admiraba que no le concediesen el Premio Nobel de Economía a gente como Rockefeller u Onassis y sí en cambio a hombres asalariados, que a veces vivían en pisos bien modestos. "Ya puestos" comentaba, "mejor que se lo diesen a cualquier pobretón", y aseguró que no hay ciencia más difícil que contar con los dedos dos o tres monedas cuando se tiene hambre, porque uno lo que hace en realidad es el cálculo de las necesidades y deseos y no de las monedas, y por eso la cuentas del dinero chico no pueden salir nunca. Por un lado están los números exactos de la miseria. y por el otro, esas fantasías exacerbadas del deseo que son las lámparas maravillosas, las cuevas vehementes de tesoros, el cántaro de leche o el Versalles ilusorio y secreto. El pobre hace poesía con el azar; el rico lo cultiva. Entre la miseria y la justicia hay un abismo que a menudo la desesperación sólo puede salvar con un vuelo poético.

Por eso ahora, cuando leo las altas páginas financieras, llenas igualmente de fantasías retóricas, comparo la estética del dinero grande (ésa que también vemos, ya degradada, en los culebrones o en los anuncios publicitarios) con el lirismo sobrecogedor del dinero chico, y entiendo que, en este tipo de cuestiones, sólo la fantasía que nace del sufrimiento esconde siempre una verdad abrasadora.

A su lado, las otras fantasías parecen apenas colorines, filfas y lilailos.

Luis Landero es escritor.

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