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MEMORIA DE LA OSCURIDAD

El escritor que regreso de la locura

Fue, en cierto modo, la voz de su madre instándole a volver. WiIlam Styron, prestigioso autor norteamericano mundialmente conocido por La elección de Sophie , pensaba haber tomado una decisión irrevocable. A los 60 años , y al igual que muchos de sus ilustres predecesores literarios -Virginia Woolf, Ernest Hemingway, Sylvia Plath, Primo Levi, por citar sólo unos cuantos-, iba a quitarse la vida: el tormento de su depresión se había hecho insoportable.Pero Styron se forzó a ver los primeros minutos de un vídeo de Las bostonianas -el filme basado en la novela de Henry James-, porque conocía a una de las actrices. Entonces, súbitamente, desde fuera del campo, le llegó ondulante en la banda sonora la voz de una mujer que practicaba la Rapsodia para contralto, de Brahms, en algún conservatorio de los alrededores.

Melodía

Aquella melodía hizo que se sintiera transportado a la ninez, a los días en que su madre -cultivada cantante lírica que murió cuando él tenía 13 años- ensayaba ese mismo fragmento: supo que no podría suicidarse. Y literalmente llamó a gritos a su esposa, que estaba arriba.

Cinco años después, William Styron está sentado en la sala de la casa de campo de Connecticut donde reside con su familia desde hace más de tres décadas, pero ahora contempla con expresión risueña el suave y sinuoso valle de esa región de Nueva Inglaterra: por dura que haya sido su experiencia, hoy está bien, en buena forma física, y ha vuelto a su cotidiano oficio de escritor.

Lo que hace a William Styron prácticamente único en la historia de la literatura es que ha loarado liberarse de los arillos de la enfermedad mental. Styron el novelista ha dejado a un lado la locura de ficción para escribir un libro breve, cáustico, real sobre su propia depresión clínica, su casi suicidio y la forma en que logró superar su postración. En contra de lo que cabía suponer -el propio Styron admite su sorpresa-, Darkness visible, a memoir of madness -una obra de apenas 84 páginas- fue un éxito de venta en Estados Unidos en 1990, y todo parece indicar que lo será también en Alemania, Italia, Francia, España, Brasil, Checoslovaquia y -probablemente- el Reino Unido.

A juicio de ciertos críticos, la obra de William Styron nos brinda al fin una descripción de lo indescriptible: cómo se siente un ser humano ante una depresión tan honda y dolorosa que hace que la propia vida -en apariencia plena y coronada por el éxito- se perciba subjetivamente como una vida que ya no merece la pena.

Styron, movido por su pavorosa experiencia, narra con intenso realismo cómo -al día siguiente mismo de su revelación ante Rapsodia para contraltoingresó en un hospital donde permaneció S iete semanas.

Como a tantos otros autores norteamericanos de su generación, a Styron le habían inculcado esa peculiar imagen nacionalista, hemingwayesca (faulkneresca incluso), del escritor norteamericano bebedor, de vida intensa, brusco y poco proclive a soportar a los imbéciles. Durante gran parte de su vida -admite ahora- bebió mucho; aunque no fue nunca un alcohólico, le parecía normal consumir un cuarto de litro de whisky al día.

Dejó, pues, de beber, y al principio quiso creer que la íntima angustia y desesperación que empezaba a sentir secretamente se debía al síndrome de abstinencia; en cierto modo, eso era cosa de hombres, y por tanto aceptable, mientras que admitir que se padecía una depresión no era en absoluto varonil. ("Depresión", dice, "es una palabra extraordinariamente suave para una enfermedad grave"). Empezó a no poder centrar la atención en lo que hacía, y aún mucho menos escribir.

Optaron por consultar al médico de medicina general de la localidad, el cual, bienintencionada aunque de manera nefasta, los envió a un antiguo especialista reconvertido en psiquiatra en una etapa tardía de su carrera. "Estaba tan desesperado", cuenta Styron, "que le dije: guíeme hacia alguna parte". Styron, al

El escritor que regresó de la locura

aludir ahora a este psiquiatra -y a fin de respetar su anonimato-, lo llama Dr. Gold. Asegura que el Dr. Gold cometió con él dos errores cruciales: le recetó sedantes -Halcion, Ativan- que creaban adicción y -lo que es aún más imperdonable- le recomendó no recibir asistencia hospitalaria, pues si lo hacía habría de soportar el estigma de haberse convertido en un enfermo psiquiátrico."Era un hombre extremadamente... y se lo digo porque creo que puede interesarle... un hombre extremada, casi untuosamente agradable, no uno de esos tipos fríos como témpanos, que imponen. Y un profesional que carecía de los conocimientos necesarios; ése era el problema". Para empeorar aún más las cosas, su mujer empezó a despreciar al Dr. Gold. "Pensaba que era una verdadera nulidad. Según me contó, una de las cosas que el Dr. Gold le dijo en privado fue: 'Bueno, su marido tiene 60 años; hace ya mucho tiempo que dejó atrás el apogeo de su potencia'. A Rose le entraron ganas de estrangularlo". Acabaron por precindir de sus cuidados a fin de que Styron pudiera entrar en un hospital para someterse a un mejor tratamiento psiquiátrico.

Paz

Hoy, después de cinco años, Styron piensa que fue la paz espiritual y la quietud del hospital lo que en mayor medida influyó en su curación. Compara la actual alternativa entre psiquiatría y psicoterapia a la vieja disyuntiva entre sangrar y no sangrar de la medicina medieval, primitiva y escasamente efectiva del siglo XVIII. Compara al Dr. Gold con aquel cura rural de Madame Bovary a quien Ernma acudía con sus problemas, un hombre capaz de ofrecer tan sólo vanos lugares comunes.

Fue cuando el Dr. Gold le dijo que si se sometía a un tratamiento de fármacos antidepresivos su libído podría resentirse cuando Styron cayó en la cuenta de cuán poco entendía el Dr. Gold el alcance y la intensidad de su sufrimiento; en la fase de la enfermedad en que se encontraba Styron, el sexo no podía estar más lejos.

Styron tardó un año en recuperarse de lo que él llama su ataque. Pero en su interior hay algo que se niega a dejar atrás aquella experiencia: "Se iba creando en mí como una necesidad de escribir acerca de ello. Era un episodio dramático e introspectivo de mi vida, y tenía que analizarlo, que expresarme acerca de él. Recuerdo que traté de abordarlo en clave de ficción, de escribir una novela o una novela corta o algo parecido. Redacté varios miles de palabras, pero el asunto no acababa de funcionar. Le faltaba tensión, fuerza, algo. Así que lo dejé".

Pero Styron siguió sintiendo la necesidad de comunicar a quienes no han tenido la desdicha de padecer una depresión cuán angustiosa y devastadora es tal dolencia, y cómo algunas de sus víctimas no veían otra salida que el suicidio. Le irritaba sobremanera la idea de que el suicidio llevara siempre aparejado algún tipo de estigma moralista. Leyó la reseña de una colección de cartas de Randall Jerrell, poeta y crítico norteamericano que -casi con certeza- se dejó atropellar fatalmente por un coche en 1965: "La firmaba un ex alumno suyo tan fiel a su memoria que, pese a los años transcurridos, seguía empeñado en negar que se hubiera suicidado. Empecé a escribir acerca de ello, pero tampoco funcionó".

Lo que finalmente le sirvió de catalizador fue la crónica de The New York Times sobre el suicidio de Primo Levi, el autor italiano que después de haber sobrevivido a los campos de concentración nazis acabó arrojándose desde lo alto de una escalera. Aquello desencadenó una respuesta inmediata: "No puedo desaprovechar esta oportunidad. "Escribí un artículo [para The New York Times] en una suerte de exaltación febril, muy rápidamente".

El alegato de Styron causó una gran conmoción; parecía haber tocado un nervio íntimo en incontables lectores (algo que a nadie había de extrañar, ya que, según las estadísticas, una de cada 10 personas es víctima de la depresión clínica en algún momento de su vida).

A partir de entonces, Styron empezó a recibir una " constante avalancha" de cartas y llamadas telefónicas. "Y luego he tropezado con gente que me ha dicho: 'Lo que ha escrito me ha llegado'. Eso es lo más extraordinario de todo: sentir que has llegado a la gente".

Siempre se vuelve, inevitablemente, a la pregunta clave: ¿la facultad creadora, sea literaria o musical, va necesaria, indisolublemente unida a una psique enferma? "Ésa es una pregunta realmente difícil, porque no creo que nadie sepa la respuesta", dice Styron. "Yo sospecho que en la mayoría de los escritores y poetas y artistas en general hay una vena de locura. Puede que sea tal predisposición lo que les lleva a buscar en la expresión artística un modo de vida. Ha sido a un tiempo mi problema y mi bendición".

¿Qué haría entonces, sí tuviera que elegir entre ser un novelísta famoso, de gran éxito, o un contable sin el menor tormento? "Creo que preferiría ser un hombre atormentado. Con mucho. Pese a los malos momentos, pese a esa melancolía que impregna toda mi obra. Porque el anverso de todo esto es bueno. Creo que me ha enseñado cosas que jamás habría entendido si hubiera sido un hombre totalmente anodino".

Guerra

Hoy, al evaluar de nuevo su vida, al recordar los traumas padecidos a lo largo de sus 65 años de existencia, Styron recuerda muy especialmente cómo a los 20 años, siendo teniente de la Infantería de Marina de su país, fue enviado con la segunda división de este cuerpo a invadir Japón. "íbamos a morir. Ser convocado a esa misión de muerte a los 20 años, sin haber disfrutado apenas de los placeres de la vida, es algo muy dificil de tragar". En lugar de la invasión, Estados Unidos lanzó la bomba sobre Hiroshima: miles de seres humanos muertos, pero un inmenso alivio para Styron y sus compañeros, hasta entonces convencidos de la inminencia de su muerte en el frente de batalla.

Styron -dicen sus amigoses hoy con mucho un ser humano mejor: más amable, comprensivo, dado incluso a soportar de buen grado a los imbéciles. Sigue pensando que escribir es "mortalmente difícil", pero trabaja en una nueva novela. Narrará la historia de un joven marine enfrentado a la guerra y a la muerte. Y a la vida.

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