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Un héroe de las mujeres

Antonio Muñoz Molina

A Bioy Casares la historia seguramente le interesará: él, si la contara, tal vez la atribuiría a un tenorio porteño de madurez declinante y a una dama inglesa de pelo rojo y modales tan escandalosos como su belleza que cruza como un relámpago de fuego los salones de la mejor sociedad de Buenos Aires. Pero no es imprescindible acudir a la literatura para referirla ni inventar otros pormenores que los que ofrece el periódico para revelar el modo exacto en que la ternura, la vanidad y la mentira se vinculan en ella, así como una vaga memoria ambiental que procede del cine y de las revistas del corazón de hace 30 años, donde posaban hombres con el pelo todavía engominado y mujeres con zapatos de aguja, faldas acampanadas y pequeños sombreros con un velo que cubría la mitad de la cara. Una Costa Brava todavía agreste y sólo frecuentada por unos pocos extranjeros desganadamente apátridas y un Madrid de tranvías azules y bulevares intactos, de vestíbulos de hoteles que se parecen ampulosamente a los decorados de Hollywood y cafeterías modernas donde se cruzan los magnates franquistas con los productores internacionales de cine son los lugares por los que transitan los personajes de la historia: es ese tiempo en el que el cielo sobre la Gran Vía tiene un azul hiriente de postal o de tecnicolor, cuando nuestros mayores volvían a provincias mostrando una foto en la. que sonreían tomados del brazo en la plaza de España, junto al monumento de Cervantes. En las páginas en huecograbado sepia de las revistas y en el Nodo se ve la a las celebridades internacionales asistiendo con gafas de sol a las corridas de toros y visitando el museo de bebidas de Perico Chicote.El héroe, desmentido ahora, olvidado y muerto, es uno de esos galanes con fijador en el pelo y trajes a rayas a los que nuestros padres tal vez hubieran querido parecerse en su juventud. Exhibe una rotunda masculinidad española suavizada por una especie de desenvoltura internacional. Reúne en su figura intachable varios prestigios simultáneos: es un torero célebre, escribe y publica versos, actúa en el cine con la misma naturalidad seductora que en las Fiestas sociales y en las barras de las cafeterías cosmopolitas. Con el tiempo, al cabo de unos pocos años, su presencia irá volviéndose más rara y cada vez menos usual los diversos escenarios donde resplandecía, y sólo conocerá un breve apogeo recobrado cuando aparezca, a mediados de los setenta, en un programa arcaico de la televisión, vestido de esmoquin, ya un poco canoso pero todavía implacablemente distinguido, navegando como por los salones de una película musical entre concursantes femeninas que cumplen por un día el sueño satinado y patético de una boda con tules lujosos y marchas nupciales que muy pronto se convertirán en la sintonía de un anuncio de detergentes: en torno al único televisor que había en mi calle -tenía la pantalla cubierta con un papel de seda azul, porque se aseguraba que los rayos que despedía el aparato podían dejarlo a uno ciego- las mujeres de la vecindad se congregaban, los domingos por la tarde para ver a Mario Cabré en Reina por un día con un arrobo lacrimoso muy semejante al que las embargaba cuando veían pasar a las novias camino de la iglesia.

Puede que se perdiera tan rápidamente en el olvido porque pertenecía a un mundo que se extinguió en años pocos años. a un degradado romanticismo de posguerra y bolero de Machín, a una eniotividad de películas en blance y negro seriales radiofónicos y discos dedicados que provenían de los años oscuros del aislamiento v la escasez y que sucumbió como un viejo decorado tras la irrupción del turismo, de los irrupción, coches utilitarlos y de los televisores y las fotografías en color. El era, fatalmente, un héroe en blanco y negro, un galán caballeroso y antiguo, el metal de una voz que sólo podía conmover a las imaginaciones educadas en la radio. La poesía y la tauromaquia le fueron tan desleales como el cine: si perduró algo su fama no fue por lo que había hecho, sino por un amor que había logrado en sus años de máxima gloria, el de aquella actriz de pelo negro y cobrizo que parecía en las películas una impetuosa estatua de Afrodita y deambulaba borracha y descalza por los bares más exclusivos y más golfos de Madrid seduciendo a los hombres con su magnífica desvergüenza carnal. "Oh belleza, oh maravilla, oh terror", dice Shelley: en el Madrid de aquellos años Ava Gardner río era sólo un espejismo del cine, sino una aparición que irrumpía en la realidad trastornándolo todo, provocando un enconado deseo de varones torpes y furiosos que al verla erguida y sola ante un Dry Martini en la barra de un bar caían íntimamente fulminados por la desgracia y el rencor de estar mirándola y sentirla tan ajena a ellos como si también entonces la vieran en la pantalla de un cine.

Se rumoreaba de ella, con malevolencia y envidia, una promiscuidad insaciable. Circularon leyendas que todavía perduran, noches de borrachera y escándalo en los pasillos del Ritz, taxistas o botones o banderilleros que alcanzaron el don de abrazarla beoda y salieron luego transfigurados, exhaustos, todavía incrédulos, a las calles recién amanecidas de Madrid. Pero a nadie más que a él le estaba reservado el orgullo de haber merecido el amor de Ava Gardner: la sedujo, decían, con su coraje de torero, su delicadeza de literato, su elegancia tan poco española, casi argentina, de clubman suramericano. Muchos años después, cuando ya era un anciano triste y desengañado que esperaba la muerte sentado al calor insuficiente de una mesa camilla, sonreía al acordarse de ella y repetía con voz débil los versos que le escribió, las palabras que ella le decía. Iba vestido, en sus últimas fotos, con un pijama azul pálido de moribundo, tenía el pelo blanco y al sonreír se le estiraba la piel sobre, la ostensible calavera, pero la sonrisa, cuando nombraba a Ava Gardner, casi era la misma de entonces, y no parecía merios admirable porque ahora fuera una sonrisa de dientes postizos. Lo había perdido todo, el dinero, la juventud, la fama, pero las pocas cosas que aún. le quedaban nadie podría arrebatárselas: la memoria del amor de Ava Gardner, los días lejanos y luminosos en que la miraba desde el centro del ruedo y le arrojaba su montera antes de volverse hacia un toro jadeante e inmóvil desenvainando un estoque.

Ahora, cuando los dos están muertos, se ha sabido una de esas verdades que Bioy Casares suele reservar para las últimas líneas de sus mejores relatos: publican en América una autobiografía póstuma de Ava Gardner y en ella se revela que nunca amó a Mario Cabré, que le encontró tendido a su lado al despertarse una mañana de amnesia y resaca y no supo qué había sucedido ni por qué se había acostado con él. Lo que para ella apenas existió fue el hecho más relevante en la vida de un hombre: tal vez por vanidad, o por inocencia, o por amor a las películas, Mario Cabré vivió desde entonces únicamente dedicado a rememorar la noche imaginaria en la que había sido un héroe. Con el paso del tiempo acabaría creyendo que era cierto lo que recordaba y contaba, lo que había inventado: tal vez el silencio de ella durante tantos años fue un gesto de ternura, o de secreta piedad.

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