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Gramsci y las guerras

Joaquín Estefanía

El pasado martes se celebró el centenario del nacimiento de Antonio Gramsci. Este revolucionario fue uno de los intelectuales más influyentes en Europa occidental hasta hace pocos años. La hecatombe del socialismo real, que Gramsci intentó evitar medio siglo antes elaborando una vía alternativa a la hegemónica -—concepto gramsciano por naturaleza— que provenía de la URSS, ha apartado desgraciadamente al italiano de las corrientes de moda. Gramsci tenía muy enraizado el concepto de intelectual, reafirmando en sus escritos la sustancial unidad del hombre que siente con el hombre que piensa y con el hombre que lucha por un ideal, unidad que constituye la dignidad de la persona. Polemista implacable, si viviera hubiera sido segura su intervención en el debate sobre las guerras actuales y sobre la descomposición de la Unión Soviética.

Repasando su actualidad con motivo del aniversario, es imposible no hacer una analogía con las posturas de aquel que, de un modo reduccionista, fue denominado el Lenin de Occidente.

Antonio Gramsci ha sido el pensador marxista más internacionalmente apreciado, el más traducido, el más leído por las jóvenes generaciones en estos momentos de crisis de la cultura comunista. Francisco Fernández Buey, el español que mejor conoce a Gramsci, hace en el prólogo de Cartas a Yulca un fiel retrato del mismo: personalidad enormemente sugestiva en sus contradicciones y ambigüedades: volitivo, polémico, puntilloso, con una punta de pedantería autoconsciente, con gran capacidad para el autoanálisis.

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Tomo prestadas dos ideas del libro Actualidad del pensamiento político de Gramsci, editado en el año 1977 por Fernández Buey, para intentar aproximarle a la actualidad: la primera, que Antonio Gramsci no se planteaba jamás problemas abstractos, separados y aislados de la vida concreta de los hombres. Se distanció de los que defendían las razones de Estado como contrarias al sentir de las clases sociales; por eso fue antiestalinista y por ello pasó tanto tiempo en la cárcel. Hoy se hubiera peleado contra los señores de la guerra, a los que la geoestrategia impide reflexionar sobre los horrores de los combates armados y sobre los sufrimientos humanos que generan los mismos. Los Cuadernos de la cárcel, las cartas a su mujer, nos revelan a un Gramsci pegado a tierra: "Cuántas veces me he preguntado si era posible ligarse a una masa cuando no se había querido a nadie, ni siquiera a la propia familia, si era posible amar a una colectividad cuando no se había amado profundamente a criaturas humanas individuales. ¿No iba a tener eso un reflejo en mi vida de militante? ¿No iba a esterilizar y a reducir a mero hecho intelectual, a puro cálculo matemático, mi cualidad de revolucionario?".

La segunda idea es complementaria de la anterior: "La estrategia paciente, antisectaria, antiblanquista de Gramsci recuerda en más de un aspecto la lúcida reflexión del viejo Engels mutilada por el reformismo de la socialdemocracia alemana: abierta al reconocimiento de las causas de las derrotas, abierta al análisis de los hechos nuevos que modifican las creencias anteriores, abierta sobre todo al examen de ese factor decisivo que son las transformaciones de los aparatos, de las técnicas y de los planes militares, pero al mismo tiempo intransigente frente al oportunismo honorable ". Postura que, defendida hoy es radicalmente contraria a la que postulan algunos sorprendentes seudopacifistas de nuevo cuño, surgidos de la nada, que, amparándose en los mejores sentimientos de los ciudadanos y en los movimientos sociales tradicionales contra la guerra, se asemejan, por su ideología, por la demagogia de sus argumentos o por la radicalidad de sus palabras, más a Alejandro Lerroux que a Bertrand Russell.

Atacar al Gobierno español por su supuesto belicismo en la guerra del Golfo no refleja más que miopía política en unos casos y desvergüenza ideológica en otros; en cualquiera de las dos circunstancias, no se corresponde con la realidad. A estas alturas del conflicto, cuando Irak ha amenazado con utilizar como escudos humanos a los prisioneros de guerra después de presentarlos en televisión para que hicieran una autocrítica forzada y vergonzante, no se puede ser neutral y considerar equiparables a George Bush y Sadam Husein. Utilizar las sólidas raíces del pacifismo español y sus canales orgánicos para hacer antigubernamentalismo es el oportunismo honorable (en la más irónica acepción de este concepto).

Con esta misma coherencia gramsciana es necesario analizar la guerra del Golfo y el resto de los grandes movimientos que sacuden al mundo. La simplificación ideológica, los apriorismos, las apelaciones más primarias al imperialismo norteamericano o a la locura psicopática y nazi de Sadam Husein, el griterío, valen para las manifestaciones y los discursos populistas (para seducir, sugestionar o inducir a las multitudes no hace falta argumentar de manera bien trabada; basta con comunicar pasión o apelar a valores éticos), pero deben ser borradas de las interpretaciones razonadas. Como también deben incorporarse a estos análisis la persistencia de la mentira y la ocultación como arma política. En las primeras horas del conflicto armado contemplamos ensimismados la fantasía aséptica de una guerra televisada en directo, desarmados ante la falta de información fehaciente, de la que todavía no nos dábamos cuenta, tal era el poder hipnótico de las imágenes. Se trataba de aplacar a una opinión pública dominada por el síndrome de Vietnam, que no está preparada para una conflagración con miles de muertos. Para Husein es más fácil: no tiene opinión pública.

Hasta el mismo día 16 de enero pensamos que no habría guerra, que las sin razones de la misma predominarían sobre las tesis de los guerreros. Que la guerra era evitable, en definitiva, no sólo por la voluntad política de los contendientes y por la necesidad de evitar el máximo sufrimiento humano -—la muerte y la tortura—, sino por la eficacia del embargo y por causas técnicamente impecables:

a) El suministro del petróleo estaba asegurado a medio plazo, el bloqueo no afectaba los intereses estratégicos del sector, y únicamente habían aumentado los precios, aunque en términos moderados.

b) Israel no estaba en peligro, ni tampoco-Arabia Saudí. La contundente respuesta de la fuerza aliada había acabado con las tentaciones expansionistas de Sadam Husein.

c) Una guerra limitada contra Irak (con la consecución del abandono de Kuwait) fomentaría próximas crisis, ya que Husein seguiría en el poder y no habría garantía alguna de limitación de su potencia militar.

d) Una guerra ilimitada contra Irak, es decir, la destrucción de su régimen y quizá de su territorio, estimularía la aparición de nuevas potencias hegemónicas en la zona; por ejemplo, Irán o Siria, lo que pondría en ebullición el volcán fundamentalista, con ansias de revancha y con un futuro potencial más desestabilizador todavía.

Por estas circunstancias, actualizadas una semana después del comienzo de los bombardeos (la guerra de movimientos se ha antepuesto de nuevo a la guerra de posiciones, según la metodología de Gramsci), sigue siendo mejor hoy un alto el fuego, acompañado de las soluciones que los países árabes proponen para la región —la Conferencia Internacional sobre el Problema Palestino—, con la condición irrenunciable de que se restablezca el derecho internacional e Irak deje Kuwait. El aplastamiento de las fuerzas militares iraquíes —con miles de mocitos occidentales—-—, la guerra prolongada, dará lugar a un escenario imprevisto, al horror vacui. Es preferible todavía dar una salida a Husein sin renunciar a los principios: un hombre acorralado se convierte en una bestia descontrolada.

En medio de la crisis del Golfo se atisba una coyuntura explosiva en el mundo, que hace unos meses no era contemplada por politólogo alguno. La mezcla de la propia guerra con el desmembramiento nacionalista de la Unión Soviética teñido de sangre (aprovechando que la atención está puesta en otra zona del planeta), la hambruna y la escasez en la antigua Europa del Este, y la recesión de la economía norteamericana acompañada por el imparable déficit exterior y presupuestario (los acuerdos alcanzados hace algunas semanas entre la Cámara de Representantes y el presidente Bush son ya papel mojado), conforman un panorama en el que, volviendo a Gramsci, al pesimismo de la inteligencia sólo se le puede contraponer el optimismo de la voluntad.

Las dificultades de una poscrisis con distensión en el Golfo Pérsico aumentan conforme avanza el campo de batalla; la explosión fundamentalista del Magreb no es más que el fenómeno más inmediato y contagia de modo extremo a todo el Mediterráneo. Todo ello sin entrar a fondo en otras alternativas peores pero muy plausibles, como la intervención de Israel en el conflicto, o la activación del dispositivo militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) por la agresión a uno de sus miembros (Turquía). En ambos supuestos se asistiría a un estallido político y social de gigantescas proporciones que, de extenderse en el tiempo, enfrentaría, bloque a bloque, a los árabes contra Occidente. Que es la utopía de Sadam Husein. Si la retaguardia no está garantizada (Europa cobija a millones de ciudadanos árabes); si la URSS abandona su política de reformas democráticas y entra en una contienda civil; si la depresión económica se extiende desde el centro a la periferia, el escenario para una tercera guerra mundial está construido. Eliminar de la mente estas hipótesis en estos días de tensión por considerarlas catastrofistas no es más que saludar con afabilidad la ingenuidad de un necio. Entonces se demostrará que es más difícil ganar la paz que ganar la guerra. La primera es la misión de los estadistas; la última, de los militares.

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