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La fuerza de las cosas

En Oriente Próximo, la fuerza de las cosas ha sacudido la propia realidad, convirtiendo en oscuro e inquietante el futuro de los hombres. Y, en medio, escribe el autor de este artículo, se hallan los artistas, los escritores de todas las épocas y países, con su discurso tan inútil y conmovedor como necesario para que la esperanza siga existiendo.

En cuanto llegamos a la conclusión de que los últimos hombres justos que intentaron cambiar el mundo, hace ahora dos siglos y en Francia, volviéndolo mejor, acabaron todos ellos en el patíbulo, y, habiendo entendido que acaso sea ése el destino lógico de quienes pretenden transformar en esencia las sociedades, sólo me queda aceptar con resignación que las cosas son como son, y no de otro modo. Pese a que, como escribió Sain-Just, a veces la fuerza de las cosas precipita acontecimientos de una forma que no se había previsto. En Oriente Próximo ha ocurrido exactamente eso: la fuerza de las cosas ha sacudido la propia realidad, convirtiendo en oscuro e inquietante el futuro de los hombres.Y, en medio, como espantapájaros que no asustan a nadie, los artistas, los escritores de todas las épocas y países, con su discurso tan inútil y conmovedor como necesario para que la esperanza siga existiendo. Nada cambiará, escribamos lo que escribamos, pues los artistas están, por naturaleza, alejados del núcleo del poder. Quizá por esa razón son artistas. Por eso son inútiles, como decía Platón de los poetas, y a la vez necesarios. Sólo restan actitudes testimoniales que nos mantengan en paz con nuestra propia conciencia. Debo reconocer, humildemente, que la mía ha pasado del temor y la repulsa a un tibio deseo de protesta, y de ahí al laconismo más exacerbado, resultado directo, asunción plena de la impotencia sin fisuras de cuanto uno pueda sentir, hacer o pensar.

Uno siente miedo, en efecto, ante las catástrofes que al parecer se avecinan. Pero es que, sucedan de hecho o no, eso incluso adquiere la categoría de relativo. Hay algo peor: nos han inoculado el pánico, una forma superior de miedo y servidumbre que afecta al pensamiento colectivo. Nos han impuesto la sensación de que nos hallamos siempre al borde del abismo. Ésa es la auténtica victoria que quienes dominan el mundo han infligido e infligen a diario sobre las atemorizadas criaturas que lo conforman.

Uno hace lo que puede, que es poco o nada, pero, en cualquier caso, infinitesimal a la hora de presionar para que la fuerza de las cosas se incline hacia uno u otro lado. Pero, si no se colabora en aquello que se cree justo, aunque sea en ese nivel tan insensato como infinitesimal, entonces puede corroernos la conciencia de culpa. Allá cada cual con sus fantasmas. Yo, e insisto en la humilde subjetividad de mi aseveración, soy de los que creen que siempre, de una forma u otra, debe escribirse contra todos los modos imaginables de opresión, empezando por las que nacen y terminan en nosotros mismos.

Sobrevivir con dignidad

Finalmente, uno piensa lo que cree conveniente para sobrevivir con dignidad, y eso es lo único que nada ni nadie puede cambiar, o al menos no con facilidad, no sin oponer una feroz resistencia mental y física a un lavado de cerebro que no por rutinario deja de ser evidente. Tal libertad de pensamiento es inmune incluso al pánico que proviene del exterior. Antes estaba convencido de que el mundo se dividía en buenos y malos. Luego llegué a la convicción de que, tratándose de las múltiples y omnívoras formas del poder, todos eran malos por un estilo. Y, sin embargo, después de haberme pasado 35 minutos oyendo a los unos, y me refiero al discurso moralista de Occidente, hete aquí que hace poco presté suma atención al discurso de los otros, y me refiero al discurso oficial iraquí. Fueron únicamente 35 minutos, tan sólo eso. Y aun suponiendo lo que puede haber tras ese discurso oficial de los otros, aun creyendo a pie juntillas que lo que hay de verdad en el mismo no superará ni el 35%, aun teniendo en cuenta factores de índole política, social, histórica y geográfica, he llegado a la conclusión de que el mundo, por lo menos esta vez, se divide en cabritos y cabrones. Está pavorosamente claro dónde reside hoy la malhadada fuerza de las cosas. Así que, pese a ser occidental, mi corazón está con los cabritos, y, si la paz y la concordia no son posibles de ninguna de las maneras, les deseo todo el espanto y el horror del mundo a los cabrones. O, para ser ecuánimes, exactamente el mismo que ellos crearon sobre diversos pueblos y en distintas latitudes a lo largo de la historia.

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