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Una habitacion con vistas

En realidad era una suite con comedor y todo, y me parece recordar que eran cinco los balcones que daban a la realidad nacional, por el sector histórico de la ciudad que los limeños hemos conocido siempre como la plaza San Martín. Más que con vistas, yo quería que fuera una habitación con visitas, pero no pude impedir que lo primero se mezclara con lo segundo, porque hacía mucho tiempo que mis invitados no iban al centro de Lima, o que iban por algo realmente indispensable y casi furtivamente. Estar ahora en esa plaza, en esa bellísima e impecable suite del Gran Hotel Bolívar, convocados a último minuto por el pariente o amigo recién llegado de Madrid y que permanecería apenas cuatro días en la ciudad, los lanzaba de lleno a una suerte de cóctel de sentimientos, trago dulce y amargo en el que se mezclaban la alegría de un reencuentro con la nostalgia de un mundo desaparecido, cuyo último Gran Hotel en la Lima que se fue, los convertía en seres extrovertidos y nerviosos, siempre al borde de la más amena anécdota sobre un pasado pluscuamperfecto y la evocación a la europea."Fue nuestro hotel Ritz", dijo, por fin, un invitado a la europea. "Bueno, pero no tiene por qué no seguir siéndolo", le replicó, con dramatismo casi ideológico, la invitada rubia de carácter fuerte. Chabuca Gran da y los invitados sociólogos callaron. Propuse otra rueda de pí . sco sauers y cócteles de algarrobina, y maîtres y mozos, ve nerables abuelos de los mozos de hoy -éstos son tan informa les que pueden lograr que des aparezcan, guerrillera y vietna mitamente, toallas y batas que uno recupera con un propinazo nacional y una cara de idiota realmente internacional-, maîtres y mozos venerables acudieron al instante con ban dejas de plata, compostura de oro y sonrisas bolivarlanas. Lindo y La flor de la canela, que también es un lindo vals sobre aquel ayer... Pero sonaba al mismo tiempo el teléfono y era precisamente aquel amigo mayor que, siendo yo todavía un adolescente impoluto, me habló por primera vez en la vida de Marx. Le recordé que esa conversación había tenido lugar 35 años atrás, allá abajo, en un desaparecido café norteamericano de la plaza San Martín, pero él me explicó llorando que quería llorar más bien por la vida entera, que se le había anudado de golpe un la garganta. "La próxima vez avisa con tiempo que llegas", se quejó, preguntándome qué amigos o parientes había en la habitación, porque él sabía que mi habitación tenía vistas y que seguro había gente que no entendía nada de todo aquello. Prefería, por consiguiente, llorar antes de venir. Lo escuché con lejano y telefónico fervor, porque tenía que seguir atendiendo a mis otros invitados y, la verdad, también, porque era muy mala la comunicación.

Fueron tres días de parientes y amigos muy diversos, pero siempre divertidos. Solían acompañarme hasta las cinco de la tarde, hora en que me echaba un rato, y luego corría a pegarme el duchazo refrescante que me permitiría llegar, con la mente y el cuerpo metidos en un traje sano, a las citas laborales que me habían llevado a la Lima peruanizada de hoy. Regresaba tarde en la noche, ordenaba los libros y revistas que los generosos amigos iban depositando sobre la mesa de trabajo, y luego acercaba un sillón al amplio balcón del dormitorio. El Perú de ahí abajo, el de la ya eternamente bulliciosa plaza San Martín, me atraía hasta robarme las más necesarias horas de sueño. En cambio, el otro Perú, el que se limitaba estrictamente a mi europeo sillón, estaba tan muerto como yo estaba muerto de pena y de cansancio. Y eso tenía que tener alguna explicación.

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De Pizarro a Fujimori, titula el estudioso peruano Ernesto Yepes la mejor explicación que le encontré a todo lo que los balcones pusieron ante los ojos de mis invitados y los míos. Ellos, viejos limeños todos, van al centro de Lima menos que yo, creo, y yo vivo en Madrid. Hay en todo aquello hechos tan contundentes que Yepes apenas si los sugiere en su artículo. Por ejemplo, que en las últimas elecciones los partidos políticos tradicionales apenas lograron captar un 30% del electorado nacional, en un país en que el voto es obligatorio. Y todo, según el articulista, habría empezado con Pizarro: "La coyuntura que vivimos constituye el prólogo, la iniciación del momento terminal de un larguísimo ciclo que empieza con la Conquista y que, para buena parte de la población, sobre todo la andina, ha significado 500 años de pervivencia, de resistencia a una irrupción permanente en sus formas de existencia. Ello ha significado que sus modos de organizar el espacio, el tiempo, los recursos, la economía, fueron violentados por la presencia de otras formas no siempre adecuadas a su entorno natural y social".

En fin, todo un mundo indígena al que se le impusieron patrones de vida, consumo, producción, en cierto sentido artificiales, puesto que poco o nada tenían que ver con las peculiaridades de su entorno colectivo. Y esta imposición fue particularmente brutal en el medio andino, que literalmente quedó en la periferia de la periferia. Lima y el mundo costeño, en cambio, vivieron la ilusión de la modernidad exportadora. Hasta nos llegamos a creer que éramos un país hecho y derecho. La guerra con Chile nos mostró, por vez primera, a finales del siglo pasado, la infinita vanidad de nuestras ilusiones y, más tarde, la gran crisis del año 1929 nos de mostró que apenas si se nos ha bía permitido retener y usufruc tuar una parte mínima del mun do europeo y moderno. Nues tra modernización era tan de pendiente como precaria y ape nas si se había extendido a unas cuantas zonas de privilegio.

Y, puesto que esas dos crisis habían obedecido a factores externos (la guerra con Chile y el sistema capitalista mundial), lo que hoy ocurre es que estamos ante la primera crisis realmente nacional. Ante un Perú cuyo Estado ha quebrado, como proyecto nacional, como ordenamiento oficial, para cederle espacio al país real que viene abriéndose paso a lo largo de siglos y que en las últimas décadas ha empezado a expropiarle sus ciudades, sus barrios y plazas (sus vistas, ¿por qué no?) al iluso mundo costeño y moderno. Corremos, pues, hacia una final andinización de un país que fue siempre andino. Y, por primera vez, el mundo privilegiado ha empezado a pagar también el precio de vivir en un país artificial. Los periféricos de ayer han invadido hasta invalidarlo, con sus prácticas informales y populares y sus rostros y atuendos nada europeos, el viejo esquema de una economía exportadora que también ha caducado en el nuevo orden internacional.

Y quienes creyeron que el Gran Hotel Bolívar seguiría siendo nuestro Ritz eternamente, confiaron demasiado en nuestras viejas instituciones para limpiar esa simbólica plaza San Martín de las vistas que, desde unos bellísimos balcones, miraban absortos, nostálgicos y hasta dramáticamente ideológicos y tradicionalistas. Por el Jirón de la Unión se llega de esta plaza hasta la plaza de Armas. Y en ésta se halla el palacio de gobierno, y en éste, tras las últimas elecciones, por primera vez, no un jefe de Estado descendiente de europeos, o por lo menos con olor a criollo, mestizo, u hotel Ritz. De Pizarro a Fujimori el camino ha sido ancho y ajeno, a menudo, pero de ninguna manera ha sido fortuito o casual. Y ya no se puede mirar por ningún balcón peruano y decir que los de abajo son peruanos de segunda categoría.

Cito a Ernesto Yepes, que tanto me explicó acerca de las reacciones de mis invitados con vistas: "Naturalmente esto ha ocurrido dentro de una compleja secuencia andina de expropiación de los símbolos y de redefinición de ellos. Esto significa que en el caso del presidente de la República no es tanto la condición de ser descendiente de orientales lo que está en juego, sino que es la condición de un oriental la que de una forma u otra ha pasado a representar la nueva dimensión política de un país en dramática reelaboración". Más claro no puede estar: el terremoto o maremoto Fujimori fue visto por esa inmensa mayoría electoral que se les escapó a todos los partidos tradicionales como algo mucho más cercano al país informal, provinciano y pobre, de rostro oscuro, al que de una forma u otra se le enseñó primero un idioma y después se le cortó la lengua.

Mis parientes y amigos a la europea, los serios sociólogos, los poetas y escritores del futuro ya no vinieron a verme el cuarto día. Tampoco la amiga alemana que era la única que no parecía asombrarse con las vistas de mis balcones. Ni hablar del Ritz que fue y se fue ni nada, para ella. Me iba ya y tenía que hacer las maletas, pensando en Pizarro y en Fujimori, frente a la estatua del libertador San Martín, que le cedió el paso andino al libertador Bolívar. El Gran Hotel Bolívar sigue siendo una joya, un rasgo histórico y occidental al que no podemos renunciar, pero cuya más hermosa definición pertenece al señor Zegarra, el viejo chófer negro que vino a acompañarme al aeropuerto. Tocó la puerta a la hora indicada para bajar mis maletas, le abrí, y ni caso le hizo a la suite impecable de los muchos balcones y cortinajes. Se fue de frente al balcón de la sala, echó una ojeada a la plaza, giró su rostro amable y sonriente, y me dijo: "Linda la vista, ¿no, señor?".

es escritor peruano

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