Incomprensible
Sobre el papel se dice que La batalla de los tres reyes abarca el arco temporal que va de 1550 -caída de la última fortaleza portuguesa en territorio marroquí en manos de las tropas del sultán de Marrakech- a 1578, año de la célebre batalla de Alcazarquivir, que las crónicas recogen con el nombre de Los Tres Reyes por los monarcas que en ella perdieron la vida. En la práctica, en la dura realidad de la sala oscura, el filme pretende en una hora y 50 minutos resumir -nunca mejor dicho- nada más y nada menos que el conjunto de la política mediterránea en uno de los períodos más convulsionados de la historia moderna, con una excusa argumental que relaciona diversos personajes de ficción con los intérpretes de la Historia. Pretensión vana, disparatada por imposible.A tenor de la personalidad de los dos guionistas, el director marroquí Souheil Ben Barka -el cineasta más importante de su país-, y el antiguo profesor y buen conocedor de la literatura y la historia del Siglo de Oro Guido Castillo, sus respectivas carreras profesionales no permiten sospechar que sean responsables de un suicidio semejante. Porque, hay que aclarar, la película es un soberano disparate que resulta en todo momento incomprensible para el espectador.
La batalla de los tres reyes
Director: Souheil Ben Barka. Guión: S. Ben Barka y Guido Castillo. Producción: Jaime Oriol. España-Marruecos-ltalia-URSS, 1989-1990. Intérpretes: Massimo Ghini, Angela Molina, F. Murray Abraham, Harvey Keitel, Ugo Tognazzi, Claudia Cardinale. Fernando Rey, Joaquín Hinojosa, Oleg Feodorov. Estreno en Madrid: cines Palafox, Arlequín y, Cristal.
Se diría que la película es un alegato en favor de la tolerancia religiosa, personal y de costumbres, no en vano sus protagonistas de cuando en cuando sueltan alguna perorata a favor o en contra del mantenimiento de cultos distintos. Pero la comprensión de ese supuesto discurso queda siempre empañada por la prisa. La elipsis continua, el perenne salto geográfico de España a Túnez, de Argelia a Marrakech, de Italia a Constantinopla, de Lepanto a Chipre, son los mimbres de que está hecho este cesto, incapaz de contener el volumen que se pretende meter en él.
Una vez más se le ha tomado el pelo al público, que paga por ver una película cuando, por la espalda y sin aviso, le endilgan un avance disfrazado de otra cosa.
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