Pequeño tonto infierno
Edmond tiene una vaga discusión con su esposa y se marcha a la calle: a la noche. En Nueva York. Va tropezando con tipos, situaciones: va degradándose entre todo ello, mata y es prendido, termina en la cárcel, donde comunica sus meditaciones: todo miedo oculta un deseo; hay algo más que la genética y el entorno, algo que actúa desde fuera y puede ser el destino... Es una de las clásicas bajadas al infierno de todas las literaturas. La mejor que recuerdo en el teatro es Luces de bohemia, de Valle-Inclán. La de Mamet no es ni comparable. El infierno por el que pasa el personaje itinerante es pequeño y tonto: los trileros, la chica del peep show, la masajista de sauna, el vendedor ambulante de joyas, el negro atracador... No creo que en 1982, cuando se estrenó esta obra y Mamet era ya un escritor importante en Broadway y en Hollywood, este mundo pudiera asustar a nadie: podría ser precisamente el desgaste de la maldad pequeña y cotidiana, la acción de lo corriente sobre un espíritu pequeñoburgués, la que produjese la degeneración.En realidad, hay que adivinarlo. La escena del teatro María Guerrero se queda opaca en este caso. Aparte de la sordera -el tono mínimo de los actores, y especialmente de Javier Gurruchaga- y de la ceguera -pocas luces para el escenario triste de Eduardo Arroyo; las que hay se dirigen al público-, la directora María Ruiz no ha querido que nada sobresaliese, que nada destacase.
Edmond
De David Mamet, traducción de Carla Matteini. Intérpretes: Amparo Valle Javier Gurruchaga, Alicia Sánchez, Francisco Maestre, Paloma Paso Jardiel, Anselmo Santana, Álvaro Baguena, Marta Fernández-Muro, Mariano Gracia, Carlos Montalvo, Manuel Puchades, Carmen Losa, María José Moreno, Nacho de Diego, Modesto Fernández, Manuel Peña, Alfonso Santrana, Ana María Ventura, Raimundo Mijartes, Ana Gracia, Ángel Mora, Alberto Acevedo, Abel Viton, Manuel Fluchades. Escenografía: Eduardo Arroyo. Dirección: María Ruiz. Teatro María Guerrero, 20 de diciembre.
Vocación de estilo
Digo que no ha querido, porque supongo que es una vocación de estilo, y no una incapacidad. Dentro de la imaginación que hay que poner en esto para no perder pronto cualquier atención a lo que pasa en el escenario, se piensa que con un ritmo, con algunas agitaciones, con alguna distinción entre un personaje y otro, con velocidad en el planteamiento de los minidramas que le suceden a Edmond no mejoraría probablemente la obra ni su texto plano, pero sí una acción teatral, un espectáculo vivo y breve. Podía el predicador ciego tener el atractivo que tienen cada uno de los varios centenares de personajes de ese tipo que lleva vistos cualquiera en televisión y cine, podía la cabina de peep tener algo de la emoción y la tensión que tiene en Paris-Texas de Sam Sephard, y cada uno de sus personajes tener sus rasgos. Aunque fueran tópicos. Es posible que María Ruiz haya querido señalar el aburrimiento de la noche de Nueva York, según la imagina ella; ese aburrimiento se ha quedado sin su significación en el escenario, pero le ha trascendido al patio de butacas. Donde no gustó la obra. Hubo al principio algunas risas extemporáneas, que solamente se podían deber a la expectativa creada por el nombre de Javier Gurruchaga; actor y showman, hace aquí un papel dramático. Está capacitado para ello: a condición de que pueda tener algún relieve, y aquí no lo tiene. Lo mismo puede decirse del extensísimo reparto: muchos de los actores son muy buenos y muy admirados, y aquí no pudieron salir adelante. Lástima que tuvieran que exponerse al pateo de una mayoría de espectadores, y a los gritos de "!Fuera, fuera!", apelotonados en el escenario con María Ruiz y sus compañeros; el telón metálico -una opción elegida por la directora- es lentísimo en su descenso, y aumentó el tiempo de la pequeña catástrofe.
Babelia
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