Deseo de cambio
LOS RUMANOS, un año después de la estrepitosa caída del régimen de Ceausescu, dudan entre el pesimismo, el desencanto o el autoconvencimiento de que el simple pragmatismo justifica la situación. En diciembre de 1989, la ebullición del país pareció calmarse con la rápida ejecución de los Ceausescu. El enemigo público número uno había desaparecido y, presumiblemente, con él se habían esfumado todos los males. El porvenir, si no brillante, era cuando menos pacíficamente reflexivo. Al tomar el poder Jon Iliescu, líder del Frente de Salvación Nacional (FSN), parecía posible encarrilar la situación. Le ayudaría como joven primer ministro Petre Roman, uno de los supuestos tecnócratas del régimen.Pocos meses más tarde, sin embargo, la angustia persistía. En las elecciones celebradas en mayo, que dieron la victoria a Iliescu y al FSN, se manifestó aún el peso del viejo aparato de poder. La oposición demostró su inmadurez y escasa influencia. El empleo por Iliescu de grupos de mineros traídos a Bucarest para reprimir de forma violenta las manifestaciones no hizo sino ensanchar aún más el abismo entre el equipo en el poder y el sentir de la ciudadanía. El 30 de junio, el Consejo de Europa reprobó los métodos antidemocráticos del Gobierno rumano. La CE retrasó la firma de un acuerdo económico con Rumania. Bucarest prometió enmendar sus yerros y castigar a los mineros responsables de la violencia. La promesa subsiste; el castigo no llega.
Desde entonces, como consecuencia de un empeoramiento de la situación económica, el disgusto se ha extendido a nuevos sectores de la población. Ello se ha reflejado en las manifestaciones de los últimos meses, sobre todo en la que se celebró en Timisoara el pasado 16 de diciembre en conmemoración del primer aniversario de la caída de la dictadura. El país vive una situación en la que ni el Gobierno, carente de base social, puede seguir con una eficaz política de austeridad económica ni la oposición representa una alternativa viable para sustituir al equipo de Roman e Iliescu. El inicio de negociaciones entre el Gobierno y la oposición, concretamente con el dirigente del Partido Nacional Liberal, Radu Campeanu, puede facilitar la preparación de un Gobierno de unión nacional, ya imprescindible.
¿Ha sido traicionada la revolución de hace un año para permitir que sigan gobernando los de siempre? Es probable que sí. De todos modos, es más pragmático preguntar si era posible mantener indefinidamente vivos el espíritu que derrocó a los Ceausescu y la aparente unanimidad del proyecto de salvación nacional encabezado por Iliescu y Roman, apoyado entonces por la mayoría de los rumanos. El problema es cómo hacer desaparecer las lacras que apuntalaron un régimen represivo que duró cuatro décadas sin que su aparente eliminación enmascare su simple pervivencia. Pero hoy adquiere prioridad absoluta la necesidad de un programa de gobierno, ante los apremios económicos, en tomo al cual se pueda lograr una coincidencia con los sectores más constructivos de la oposición.
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