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La Scala de Milán devuelve la ópera a los aficionados de siempre.

El teatro milanés inicia una nueva etapa en la que prima el rigor cultural de sus espectáculos

Riccardo Muti, director musical, y Carlo Fontana, nuevo superintendente de la Scala de Milán, lo tienen claro: menos pieles en la platea y menos frivolidad en general en el consumo operístico. Más música: el teatro necesita "una definición de una brújula cultural más precisa", dice Fontana. Idomeneo, de Mozart, encarna a la perfección este objetivo, que los dos jóvenes leones van a defender a capa y espada en la década de los noventa, inaugurada la noche del pasado viernes con un impecable y riguroso homenaje al gran Mozart.

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Si los setenta fueron años de contestación que la Scala vivió dramáticamente como símbolo de un poder caduco, y los ochenta marcaron el regreso a la ostentación, el lujo y la religión del dinero; los noventa se presentan en el primer teatro italiano como una voluntad de compromiso con el género lírico. Opción necesaria y hasta cierto punto insoslayable: en el horizonte próximo se anuncian severos recortes presupuestarios que van a obligar a medir con mucho tiento los costes del mantenimiento de los espectáculos en relación con el provecho social de ellos derivado.Abrir la temporada milanesa con Idomeneo resulta emblemático en este sentido: una obra difícil, compuesta por Mozart a los 25 años en plena madurez creativa, y que marca una inflexión en el tratamiento de la ópera seria del siglo XVIII que culminará con La clemencia de Tito, monumental canto del cisne a apenas 10 años de distancia.

Pero si la pieza es intrínsecamente trascendente, no lo es menos en cuanto al lugar que ha ocupado en la excelente trayectoria de Riccardo Muti. Con cierta arrogancia no exenta de verdad, el director italiano manifestaba en los pasados días que con Idomeneo concluye el homenaje al Año Mozart en la Scala con motivo del bicentenario de la muerte del compositor. Un homenaje que en los dos pasados años ha incluido la trilogía dapontiana (Las bodas de Fígaro, Don Giovanni, Così fan tutte), y durante la pasada temporada, La clemencia de Tito, aclamada como una de las mejores prestaciones del músico desde que es el titular del centro milanés.

A otros deja Riccardo Muti la tarea de meternos a Mozart hasta en la sopa. Él ya ha cumplido, más que honorablemente. Y por si fuera poco, se ha confirmado como una de las más sólidas batutas del momento ante el repertorio del salzburgués. El estreno del pasado viernes en la Scala de Milán lo confirmó, por si alguien guardaba todavía alguna duda.

Lo más difícil de Idomeneo es mantener la tensión entre los recitativos secos (punteados por el bajo continuo), los abundantes recitativos acompañados (soportados por el pleno orquestal), las arias (muy largas, dentro de la tradición del género serio) y los concertantes. Conseguir el equilibrio entre las partes, sin que aparezcan como una mera sucesión de momentos inconexos, pero también sin caer en una homogeneización que anule su fuerza dialéctica, de la que brota precisamente la grandeza dramática de esta obra, es un trabajo arduo, que obliga a estudiar la partitura con una vigilancia extrema. Sin duda, el haber pasado primero por La clemencia de Tito ha metido en Muti las necesarias dosis de desconfianza para no dejar pasar ningún compás por alto.

El brillantísimo resultado son tres suspiros únicos, tres alientos de gran vuelo -uno por cada actor- donde ni siquiera las zonas de paso pierden consistencia: incluso en las pausas, Muti consigue aquello que Wagner bautizó como "silencio resonante", un silencio dinámico que busca en la ausencia su propio desarrollo dramático. Mozart no teorizó este asunto, simplemente lo practicó, y acaso sea la mejor escuela para abordar el gran repertorio alemán, en el que Riccardo Muti puede decir muchas, muchas cosas.

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