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TREINTA DÍAS EN EL PAÍS DE LOS 'SÓVIETS'

La noche de las ciudades

Alfonso Armada

En Ufa, en Komsomolsk na Amure, en Jabarovsk, en las afueras de Kiev, la noche de las ciudades es un espectáculo fascinante. El filósofo alemán Walter Benjamín ya lo observó en su Diario de Moscú. Los edificios aparecían cuajados de luces en 1929. La escasez de viviendas no se ha corregido. En muchas casas viven los padres con los hijos y los hijos de sus hijos. Miríadas de ventanas encendidas hablan de esa escasez, de la falta de espacios de ocio, de la dureza disuasoria del clima. No resulta extraño que las calles y las avenidas pronto se vean desiertas, desoladas.

En Komsomolsk na Amure no hay mantequilla. En Kiev, la capital de Ucrania, a nueve horas de avión de Koinsomolsk, falta el azúcar. En el ZHEK, el ayuntamiento de barrio, hay que hacer cola para obtener los talones. Las funcionarias tienen listas con los habitantes de cada casa y de cada calle. Los ciudadanos llegan con su pasaporte y firman en la casilla correspondiente y reciben talones que parecen dinero del monopoly. Un kilo de azúcar por persona al mes. Mientras hacen cola, pueden leer los murales que explican lo que hacer en caso de accidente químico o nuclear. Nadie los mira. Luego, en la tienda estatal, no hay azúcar. Sin embargo, en pocos países se puede encontrar una hospitalidad más abrumadora.

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Los piratas del Amur

Pescado fresco

Los habitantes de Komsomolsk na Amure completan su dieta con pescado fresco y redondean sus ingresos con la venta de esturiones y del caviar que encierran. Otros cazan en los bosques de la taiga cercana. Ellos mismos desuellan las ardillas y los ratones almizcleros que cazan y venden las pieles que obtienen.

En Kiev, los camiones neorrealistas del parque móvil soviético hacen cola ante las gasolineras estatales. En Ufa, capital de Bashkiria, una de las repúblicas productoras de petróleo, no hay problema con la gasolina, pero apenas hay fruta.

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En Shatonskago, una aldea en el interior de Ucrania, los campesinos cultivan sus propias tierras. Ante un koljós (granja colectiva) sucio y maloliente, Valeri Nikolaievich, granjero, observa: "Las vacas del koIjós son pequeñas y están flacas, apenas dan leche. Mi vaca es grande y está gorda, y da el doble de leche". La casa de los campesinos es un espacio inmaculado, lleno de almohadones, paños, retratos familiares, iconos de plata y flores de plástico. Acaso el ámbito sagrado que Alexandr Solzhenitsin quiere recuperar.

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