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TREINTA DÍAS EN EL PAÍS DE LOS 'SÓVIETS'

La escuela de pintura de Jabarovsk

Alfonso Armada

En el número 26 de la calle Zapárina, en Jabarovsk, una ciudad de 600.000 habitantes en el Extremo Oriente soviético, se levanta un edificio de ladrillo de dos plantas. Se trata de la Escuela Artística Infantil. Con unos 260 alumnos, de edades comprendidas entre los 9 y los 15 años, hace dos décadas que enseñan a pintar y a esculpir. No siguen ningún estilo pictórico. Y el realismo socialista no se encuentra entre las preferencias estilísticas de los jóvenes que exhiben sus obras en la sala de vídeo del cine Druzhba (Amistad), junto a la estación de ferrocarril de Jabarovsk. Mientras los marineritos de negro uniforme, lejanos descendientes de los héroes del acorazado Potemkin, ríen las gracias del oso Yogui un sábado de octubre por la noche, los cuadros de los jóvenes de Jabarovsk permanecen impávidos, sin que nadie se acerque a contemplarlos.Pastel, acuarela, tinta china, lápiz. Técnicas diversas y un extraño común denominador: parecen cuadros de dementes o de borrachos. Ojos desorbitados, miradas oblicuas, estancias arrasadas por el viento, proporciones aparentemente arbitrarías. Pero son cuadros de niños lúcidos. Los hijos de los proletarios de Jabarovsk. Es extraño. Entrar en Jabarovsk al atardecer, recorrer la larguísima avenida de Carlos Marx, ofrece una sensación de vida placentera (si es octubre y el frío se ha retrasado). Bulevares concurridos, algunos establecimientos acogedores, edificios rojos de ladrillo institucional, reclamos luminosos al estilo de Occidente. Junto a la plaza de los Komsomoles (los jóvenes comunistas) se abre el parque público de esparcimiento y ocio (las siglas retumban desde el pórtico). Es un parque de atracciones que la noche vuelve enigmático: vegetación intrincada y maquinaria domida. Grupos de jóvenes conversan en los bancos que salpican el parque. Al final de la rampa, una playa fluvial de arenas blancas y bancos de madera y hierro hincados en la orilla. Forzando la vista, uno se imagina que las luces que brillan al otro lado del río Amur corresponden a la República Popular China, pero debe ser un error de orientación. Barcos de la Marina soviética, con potentes reflectores, peinan el río.

Besos en el malecón

En el malecón que bordea el Amur, un espectáculo poco frecuente en las ciudades occidentales de la URSS: soviéticos que se quieren y no lo disimulan, que no tienen prisa. No es que no sea posible verlo en Moscú, pero hay una sensación de tranquilidad en el aire que sorprende en la convulsa Unión Soviética. Junto al estadio municipal, con estatuas de cemento esparcidas entre los árboles del paseo, un grupo de sombras grita. Son jóvenes que practican judo en la oscuridad. Por el malecón, un jeep militar hace su ronda. El conductor no lleva, guerrera.

Más allá del estadio, una chimenea coronada de fuego flamea en medio de la noche. Es la refinería cercana. Por una oscura calle de fábricas de vigilia, los transeúntes van dando tumbos. Hay mujeres que tratan de arrastrar a sus maridos ebrios al refugio del hogar. Una línea de tranvías que viene del centro sube una cuesta solitaria: casas de madera, algunos niños y el rumor periódico de los vagones. Es el número 4. De vuelta al centro, son las nueve de la noche del mismo sábado, el tranvía va atiborrado de borrachos. Uno cree que ha entrado en un espejismo. Pero se detiene en los rostros de adolescentes, adultos y ancianos que llenan el vagón. Miradas turbias, pómulos enrojecidos por la costumbre de la bebida, equilibrios precarios. Todo el vagón desprende un aroma a alcohol sombrío. Pero son borrachos tranquilos. Nadie levanta la voz. El tranvía cabecea como un barco a la deriva, atraviesa la avenida de Carlos Marx, el eje vital de Jabarovsk, y deja su cargamento en la plaza de la estación, junto al cine Druzhba, donde los niños de la escuela de pintura de Jabarovsk han dejado congelada su mirada como un inconsciente relato de lo que ocurre con la gente. La administradora de la escuela reconoce que el alcoholismo es el mayor problema de una ciudad en la que el termómetro alcanza los 30 grados bajo cero en invierno.

Viaje a ninguna parte

En la estación, donde los rostros rusos se mezclan con los nanaits (indígenas), tunguses, mongoles y chinos, los reflectores y los altavoces tratan de ordenar el movimiento incensante de viajeros y convoyes. Las estaciones y aeropuertos de la URSS suelen ser los lugares más animados de cada ciudad. Sorprende y sobrecoge toda esa cantidad de gente a la espera. Parece una población en viaje perpetuo hacia ninguna parte. Pero, como los tranvías, trolebuses y autobuses que parten o desembocan en la avenida de Carlos Marx, acaso sea una metáfora demasiado evidente de lo que ha ocurrido en el país de los sóviets. Por los altavoces, a medianoche, la voz dramática de un niño de tres años reclama a sus padres. Hace dos horas que está perdido. Como tres vagones que los factores no saben a dónde van ni de dónde provienen. En los andenes de la estación se oxidan pilas de zapatas de metal. Algunos trenes, con la pintura en carne viva, parece que llevan toda una vida a la intemperie. El que parte puntual hacia Komsomolsk na Amure, 300 kilómetros hacia la desembocadura del Amur, el segundo río de la URSS, tiene vagones comunales repletos de literas: familias numerosas, niños sin sueño, un cojo airado, una mujer contrahecha, una prostituta, un aspirante a ingresar en el KGB, olor a requesón perdiéndose, viejos colchones, rumor de respiraciones. Un paisaje humano que recuerda a Los bajos fondos, de Máximo Gorki.

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