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Hacia una sociedad plural y multiétnica

El fenómeno de los movimientos migratorios hacia los países de capitalismo central es, atendiendo a las expectativas demográficas y de desarrollo, imparable. La década de los años ochenta ha sido particularmente nefasta para los países del Tercer Mundo. Las desigualdades, lejos de disminuir, no han hecho más que aumentar, tanto en nivel de renta per cápita como en inversiones.El continente europeo, en general, que se está conformando como un bunker de privilegios económicos y políticos, es el destinatario principal de gran parte de estos movimientos migratorios. España no escapa a esta tendencia, aunque se haya convertido sólo recientemente en país eminentemente de inmigración.

Además de los atractivos comunes al resto de sus socios comunitarios, el territorio español representa unas condiciones especialmente propicias a la entrada de trabajadores no europeos; nos estamos refiriendo en concreto a la amplia extensión costera, que de hecho es una frontera con el Magreb, y su situación estratégica como puerta de acceso a Europa.

De forma paradójica, a pesar de las altas tasas de paro en España, los trabajadores inmigrantes encuentran huecos en el mercado de trabajo. A diferencia de otros países europeos (Francia, Alemania, Reino Unido, etcétera) que recibieron la mayoría de su población inmigrada con anterioridad a la crisis económica de 1973, el grueso de la inmigración africana y asiática residente en España se instala durante los últimos 15 años.

Así, el flujo de inmigrantes que se dirigió a aquellos países correspondía a un contexto de expansión económica, en el cual los trabajadores extranjeros ocuparon los puestos de trabajos de menor cualificación y remuneración, ya fuese por abandono de la mano de obra autóctona, ya fuesen de nueva creación.

En el caso español, por contra, la entrada de mano de obra extranjera ha coincidido con la segmentación y precarización del mercado laboral a raíz de la crisis del sistema económico. De hecho, en España, la inmigración del Tercer Mundo ha proporcionado fuerza de trabajo a aquellos sectores que por efecto de la crisis se vieron abocados a la inmersión parcial o total de su actividad productiva (sector textil, construcción, etcétera). Con lo cual, si en los otros países la necesidad de mano de obra para afianzar el crecimiento económico fue una necesidad pública y notoria a la que tuvieron que hacer frente oficialmente los Estado, en España constituye una necesidad oculta.

No olvidemos además que el peso de la llamada economía informal alcanza en España una de las cotas mayores entre los países tradicionalmente receptores de trabajadores extranjeros.

Dos tendencias

Paralelamente, y esto es extensivo a toda Europa, otras dos tendencias socioeconómicas generan, huecos en el mercado de trabajo que de hecho están ocupando trabajadores del Tercer Mundo. En primer lugar, la generalización de las expectativas de movilidad laboral -al menos de tipo intergeneracional- entre la población autóctona ha propiciado el relativo abandono de ocupaciones de bajo prestigio social (limpieza, trabajo doméstico, minería, etcétera) o tradicionalmente inestables (trabajos de temporada en la agricultura y en el sector turístico). En segundo lugar, dentro del sector industrial convencional se prevé un incremento en la demanda de personal de baja cualificación, en parte por la previsible reducción de la tasa de población activa, en parte por el alza de la cualificación y de las expectativas profesionales de los trabajadores nativos.

De lo expuesto se desprende la existencia de tensiones contradictorias en el mercado de trabajo. Por un lado, existe un sector marginal de la economía española que requiere mano de obra barata como condición para su subsistencia. Por otro lado, paulatinamente, los trabajadores autóctonos dejan más huecos en ocupaciones no apetecibles, con lo cual parece que se consolidará una demanda de fuerza de trabajo de bajo coste, sin la oferta correspondiente entre la población activa española.

Además, la incorporación de trabajadores no europeos puede ser percibida por cierta opinión pública como generadora de grandes diferencias sociales, o como propiciatoria de competencia a sectores desfavorecidos de la población activa, sobre todo mujeres.

Otro exponente de esas contradicciones lo constituye la situación del inmigrante marroquí, gambiano o filipino, que vive en su propia carne la incongruencia de ser aceptado en el trabajo y rechazado en la vida pública. No olvidemos que, según datos del Parlamento Europeo, en España el 68,4% de inmigrantes latinoamericanos, filipinos y marroquíes se encuentran en situación ilegal. Todo ello, añadido a la carencia de una tradición inmigratoria, es causante de la dificultad y la lentitud con que la sociedad española y sus autoridades están reaccionando ante el fenómeno de la entrada persistente de personas del Tercer Mundo.

Ley de Extranjería

De modo ilustrativo, las expulsiones de trabajadores marroquíes de las fábricas textiles de Puignaró (Vic) el pasado mes de mayo parecen responder más a coyunturas de orden supranacional (la presión de los grupos de Trevi y de Rodas, por ejemplo) que a la existencia de una política propia en materia inmigratoria.

De hecho, el marco jurídico en el que se inscribe dicha actuación, la llamada Ley de Extranjería, deja, por su vaguedad, un amplio margen a la discrecionalidad administrativa y ampara prácticas tan cuestionables como el control policial sistemático de los fisicamente sospechosos o el modo en que se procede a la expulsión de extranjeros. Por otro lado, las fuerzas políticas españolas no se han definido aún sobre el tipo de política inmigratoria a seguir. Tan sólo en fechas recientes, el director del Instituto Español de Emigración, R. Aragón Bombín, se ha expresado a favor de una política activa de inmigración, complementada con acuerdos de cooperación internacionales.

De mantenerse esta indefinición en el futuro, y en caso de seguir aplicando una política meramente restrictiva y represiva, se estaría favoreciendo el surgimiento de conflictos interétnicos y brotes de racismo, con el consiguiente desarrollo de tendencias políticas basadas en el sentimiento xenófobo y los prejuicios racistas, tal como sucede en otros países.

En España, donde la inmigración del Tercer Mundo es reciente y por el momento menor que en el resto de Europa, urge llevar a cabo -y aún se está a tiempo- un gran debate público que ayude a definir una política de inmigración de carácter preventivo. Ello exije, además de considerar las tensiones del mercado de trabajo descritas más arriba, plantearse qué tipo de sociedad se quiere desarrollar desde el punto de vista de la integración cultural, dada la inevitabilidad de la formación de sociedades multiétnicas.

Así, cabe platear la siguiente cuestión: ¿Se tiende hacia un orden de valores válido universalmente para todos, como ha pretendido históricamente el Estado francés? o por el contrario ¿Caminamos quizá hacia una nueva sociedad de castas, a la que se aproxima el modelo británico, con la institucionalización de los status de nacionalidad, ciudadanía y extranjería? Por último, es necesario preguntarse que impide que en la mayoría de sociedades europeas consideradas de tipo plural el origen étnico no sea únicamente un rasgo de diversidad cultural, sino un signo de exclusión social.

Antonio Peralta es antropólogo, y Jordi Pascual sociólogo.

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