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El cáncer de la biosfera

Cuando la cámara lenta es lo suficientemente lenta, no nos enteramos de la película. Como las ranas, que sólo detectan los movimientos bruscos, prestamos atención exclusiva a los peligros inminentes y a los eventos súbitos, y pasamos por alto los procesos lentos, por ominosos que sean. Vemos la caída de una piedra, pero no la formación del Himalaya.Para un observador que contemplase la Tierra actual con la perspectiva que da la distancia, los conflictos de Sadam Husein aparecerían como anécdotas menores frente a la enfermedad que aqueja a nuestro planeta y los cataclismos que la amenazan.

La biosfera está enferma de cáncer. Y el tumor maligno somos nosotros, la humanidad.

El cáncer consiste en la multiplicación desordenada de un tejido a expensas de los demás. Si el cáncer no es atajado a tiempo, acaba dañando irreparablemente a los otros tejidos, con lo que sobreviene la muerte del organismo entero (incluido el tejido canceroso). La biosfera es como un organismo, cuyos tejidos son las diversas especies. La proliferación patógena de una de ellas, la humana, está conduciendo a la destrucción de los ecosistemas y a la extinción de otras especies. Es un caso típico de cáncer.

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La interferencia artificial en la mortalidad natural llevada a cabo desde el siglo pasado y la ausencia de una interferencia simétrica en la natalidad han conducido a la ruptura de todos los equilibrios naturales y al crecimiento explosivo de la población humana. Los homínidos hemos tardado cuatro millones de años en alcanzar una población de 1.000 millones de individuos (hacia 1850). En añadir otros 1.000 millones suplementarios (en 1930) sólo hemos tardado 80 años. Otros 1.000 millones más (en 1960) los hemos añadido en 30 años. Los siguientes 1.000 millones (en 1975) sólo han precisado 15 años. Los 1.000 millones posteriores (en 1987, en que ya éramos 5.000 millones) han venido en sólo 12 años. Y los próximos 1.000 millones se habrán añadido en menos de 10 años, hacia 1996.

Todos los problemas ecológicos que asolan nuestro planeta tienen su origen en el crecimiento excesivo de nuestra Población. La degradación de los hábitats, la creciente desertización de Africa, la destrucción de la Amazonia, la contaminación de los mares y el efecto invernadero que se avecina tienen su causa última en la explosión demográfica. ¿Qué derecho tenemos nosotros a arruinar la única patria de la vida conocida en el universo y a llevar al borde de la extinción a nuestros compañeros de viaje, las otras especies?

También hay motivos egoístas para frenar la explosión demográfica. El planeta Tierra pura y simplemente no puede sostener a un número ilimitado de seres humanos. En cualquier caso, el número máximo sólo se alcanzaría en condiciones de extrema miseria. Pero el objetivo civilizado no es que haya la mayor cantidad posible de gente (no importa cómo vivan), sino más bien que la gente viva lo mejor posible (no importa cuántos sean). El objetivo no es alcanzar el máximo, sino alcanzar el óptimo de la población. Y ese óptimo ya hace tiempo que lo hemos superado.

Si la gente del Tercer Mundo se pusiera a consumir como nosotros, los recursos no renovables (como los combustibles fósiles) se agotarían en pocos años. "Afortunadamente" son pobres y consumen poco, cada vez menos. Pero lo deseable es que a la larga acaben viviendo bien y consumiendo como nosotros, para lo cual es necesaria una drástica reducción de su población, o, cuando menos, un freno a su crecimiento. Según las últimas proyecciones, a mediados del siglo próximo la árida Nigeria tendrá 530 millones de habitantes, y la famélica India, 2.000 millones. Los horrores de abyecta miseria que tal perspectiva ofrece no podrán ser paliados por ningún sistema de redistribución.

En los países desarrollados (Estados Unidos, Canadá, Europa, Unión Soviética y Japón) la bomba de población ha sido desactivada. Además, el final de la confrontación soviético-norteamericana aleja el espectro de la guerra. Los problemas que se plantean a los 1.000 millones de habitantes de esta parte del mundo parece que tienen solución. Lo malo es que ellos sólo constituyen un quinto de la humanidad. Los otro cuatro quintos siguen multiplicándose desaforadamente, y su crecimiento exponencial es una bomba en plena explosión.

En estos momentos la explosión demográfica de África, Latinoamérica y Asia Meridional -por encima de la reposición de las muertes- 100 millones de bocas hambrientas suplementarias al año. Y los recursos escasos que habrían de concentrarse en menos infantes, a fin de proporcionarles la oportunidad de una vida digna, se dispersan todavía más entre cada vez más criaturas cada vez más miserables.

En 1968, cuando esta explosión era ya alarmante, el papa Pablo VI condenaba la anticoncepción y el aborto en su encíclica Humanae Vitae. En los países avanzados, los católicos se han limitado a ignorar tan absurda postura. Los índices de natalidad de los católicos no difieren de los de los no católicos. Y precisamente Italia se ha puesto a la cabeza del mundo en cuanto a reducción de la fertilidad (1,3 infantes por pareja).

La explosión demográfica se produce sobre todo en los países pobres, cuyas mujeres carecen de la información, la libertad y los medios para evitar los embarazos o abortar. Y allí es donde el anatema vaticano ha hecho mella y ha producido mucho más sufrimiento y miseria del que todas las madres Teresas puedan nunca aliviar. Los expertos aconsejan a los Gobiernos de esos países poner en marcha políticas vigorosas de control de la natalidad como requisito indispensable -aunque no suficiente- para escapar del círculo infernal del hambre y la degradación del medio. Muchos de esos Gobiernos seguirían tales consejos, si no fuera por la presión en contra que ejerce el fanatismo religioso, del que es triste ejemplo el actual papa, Juan Pablo II, vendedor infatigable de la irracionalidad demográfica entre los países pobres que con frecuencia visita.

La biosfera está enferma. Y nosotros somos la enfermedad. La humanidad es el cáncer de la biosfera. La única esperanza estriba en que somos un cáncer capaz de tomar conciencia de sí mismo y de autorregularse. Si las grandes potencias han encontrado la unidad de acción para oponerse a Sadam Husein, quizá puedan encontrarla también para afrontar problemas de mayor enjundia. Esperemos que un día no lejano dejemos de ser el cáncer de la biosfera para convertirnos en su consciencia. Todos saldremos ganando.

Jesús Mosterín es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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