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Universalismo 'versus' unanimidad

Fernando Savater

En su último artículo en este diario (¿Bombardeada por unanimidad?, EL PAÍS, 25 de octubre de 1990), Rafael Sánchez-Ferlosio plantea una serie de objeciones a la unanimidad internacional contra la invasión de Kuwait por Irak (tan unánime y tan internacional es la condena que deberíamos hablar de onunimidad) y sobre todo a la posible euforia despertada por este consenso en almas fuenteborreguiles partidarias de un orden mundial único y efectivo por encima de las soberanías de los Estados nacionales. Como soy mencionado en señalada compañía entre estas últimas y como el interés del tema me parece prioritario, añado esta nota a lo ya dicho, no para zanjar la polémica, sino, por el contrario, para azuzarle -a él y a otros- a proseguirla.En el artículo de Ferlosio creo que hay un malentendido que me gustaría disipar y vanos bienentendidos cuyas implicaciones quisiera discutir. Consiste el primero, que ya viene arrastrando de algún artículo anterior, en su animosidad contra el universalismo ético, entendido como coartada legitimadora de la imposición de la férula de unos pocos países (encabezados por Estados Unidos) sobre la totalidad y diversidad de las gentes del planeta. Frente a semejante apisonadora moral, los adversarios -pierden hasta el último derecho que se concede al peor enemigo, el de considerarse buenos según su. leal saber y entender, Pues bien, no digo que semejante intento de autolegitimación no exista en la retórica gubernamental de muchos, pero, desde luego, no debe ser confundida con la propuesta de universalismo ético. No es este último un recién llegado al ámbito de la reflexión moral ni ha sido inventado ahora por causa de las urgencias bélicas de la crisis del golfo Pérsico. La conciencia ética se pretende universal al menos desde los estoicos y todo el desarrollo moral durante los siglos que nos separan de ellos ha consistido, ante todo, en el intento de profundizar y adecuar históricamente esa pretensión. Pero la universalidad no es una reclamación a los otros, sino una exigencia para con uno mismo: la ética no es universal porque uno quiera imponérsela a todos, sino porque uno decide imponérsela a sí mismo para con todos. Lejos de ser la coartada de la unarlimidad forzosa, es el compromiso de respetar la libertad ajena y estar dispuesto a razonar el uso de la propia.

La unanimidad que alarma a Ferlosio, sin embargo, no proviene del universalismo ético, sino de la posibilidad de que se imponga un orden político mundial. Y de que tal orden no provenga del limpio acuerdo asambleario de todos los humanos, sino de juegos de intereses y del resultado de victorias militares. También la ONU, nos recuerda, es un fruto del derecho de guerra. Pues sí, tiene razón: ¿y qué? ¿No provienen todas las democracias parlamentarias modernas de los intereses de burgueses contra nobles, precedidos por las reclamaciones de los nobles contra la realeza absoluta? ¿No han surgido todas de revoluciones sangrientas y enfrentamientos armados? El derecho de sindicación, la jornada laboral reducida, el voto femenino, la abolición de la esclavitud o de la pena de muerte, ¿acaso no proviene todo ello de apasionados intereses reclamados muchas veces por las malas cuando no se podía por las buenas? En múltiples ocasiones, concesiones hechas a regañadientes por políticos nada altruistas para cortocircuitar amenazas a su poder han añadido conquistas irreversibles a la emancipación política de la mayoría. ¿Vamos ahora a horrorizarnos de medios que nos han dado a unos cuantos derechos que es decente exigir para todos? ¿No son algunas circunstancias históricas, por turbias que las sepamos, más prometedoras que otras en lo tocante a extender privilegios civilizadores, como la desmilitarización de los conflictos, la participación política, educación, etcétera? En una palabra: el hecho de que ambas brotasen del derecho de guerra, como apunta Ferlosio, ¿confiere idéntico rango político a la dictadura de Franco y a la invención de la ONU?

Ya sé que la expresión "orden mundial" no suena precisamente exaltante a oídos poco ordenancistas, que son los mejores. Razón tenía Julien Benda al desconfiar de la palabra orden apelando a que nunca los hombres, que han levantado estatuas a la libertad o a la justicia, han tenido el ministerial capricho de elevar un monumento al orden. Por otra parte, pensadores políticos de nuestro siglo tan destacados como Hanna Arendt han aborrecido la idea de un supra-Estado mundial porque, a su juicio, acabaría con la acción política, desarrollada por la búsqueda de la excelencia de las élites antagónicas en los diversos Estados nacionales. Y el propio Ferlosio protesta porque Sadam Husein (o cualquier otro conculcador de la onunimidad vigente) sean asimilados a "delincuentes" y tratados con represiva consecuencia por la gendarmería internacional. Ahora bien, ¿no es este camino el único por el que puede advenir alguna transformación positiva que vaya realizando efectivamente los ideales revolucionarios de la modernización democrática? Por muy partidista e injusta que sea en sus comienzos (como lo fueron en su día y hoy lo son aún en gran medida las democracias nacionales), ¿no es una autoridad internacional la única posibilidad histórica de ir concluyendo la carrera de armamentos, de aliviar el hambre en el mundo, incluso de asegurar la supervivencia ecológica del planeta? ¿Puede imaginarse otra esperanza para el Africa cada vez más subdesarrollada, para América Latina, para la India, para el inacabable contencioso entre palestinos y judíos? Me reprocha Ferloslo despachar de un plumazo la "rnitología" de las soberanías nacionales, amparo -le recuerdo- de la impunidad represiva de Shamir, de las atrocidades de Etiopía y Liberia, de la intangibilidad hasta ayer mismo de Ceausescu y compañía. Pero ¿no es la interdependencia económica mundial la gran realidad contemporánea que la supuesta independencia política nacional no hace sino enmascarar del modo más dañino y más perpetuador del juego sucio? Si nos "dejamos por imposibles" unos a otros como buenos hermanos, según el consejo del poemilla de Ferloslo, ¿nos salvaremos así como babilonios o nos condenaremos como libaneses?

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Algunos descubren con notable agudeza que los derechos hunianos son "abstracciones": un esfuerzo mental suplementario les revelará que en eso se asemejan a todos los conceptos jurídicos y morales por medio de los cuales los hombres intentan, con mediocre resultado, racionalizar su convivencia. La universalización de unas directrices políticas mínimas no tiene por qué suponer la unanimidad de criterios en todos los conflictos concretos Posibles, es esto precisamente lo que Vilene demostrando la crisis del golfo Pérsico. Reclamar para las dernás situaciones de esa misma área geopolítica y de otras idéntica voluntad de legalidad internacional implica aceptar la oportunidad de lo ya acordado en esta guerra iniciada por el soberano Hussein. También aquí la supuesta redicalidad de principios es enemiga del avance hacia lo mejor. De igual forma que las bobadas sobre la timidez de conformarse con reclamar un ejército profesional no colaboran al desarme final, sino al mantenimiento del servicio obligatorio actual, las diatribas sobre los pelígros de un monoteísmo estatal a escala planetaria no sirven más que para perpetuar la falsa diversidad del despotismo sin control. Pues, desde luego, lo único que puede: hacer superfluo el recurso a los dictados inapelables del dios único de la fuerza es el acuerdo compensatorio y polémico de la pluralidad de los hombres reunidos.

es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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