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Tribuna
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Adiós

Rosa Montero

Hace unos días asistí al acto de disolución de la Asociación Española de Mujeres Universitarias (AEMU), que fue fundada en 1920 por María de Maeztu y refundada en 1953, tras el destrozo de la guerra, por Soledad Ortega, Isabel García Lorca y Elena López. A partir de entonces fue un espacio abierto en un mundo cerrado. Un lugar de debate y de inquietudes que mantuvo encendida, en medio de los atragantones de unos tiempos difíciles, la llama de la libertad intelectual. Luego llegó la democracia, y la AEMU empezó a morir poquito a poco de desamor social y de descuido. Hasta que al fin decidieron cerrar el tenderete. Eso sí: coherente y batalladora hasta el final, la AEMU celebró el fin de sus 60 años de historia con un acto público, para morir con gallardía y razonando.Fue un acto muy hermoso. En el estrado estaba una colección de ancianos soberbios: Carmen Caamaño, Sampedro, Rafael Lapesa, por citar a unos pocos. Todos curtidos por la vida y deteriorados por el azote de los años, algunos medio ciegos, otros medio sordos, las piernas quizá inseguras, las manos temblorosas. Pero esas cabezas, esas cabezas prodigiosas: tanta lucidez, tanta entereza y tanta furia vital bajo el cabello blanco. Fue un acto muy hermoso, porque se dijeron cosas desde la razón y el corazón, cosas sentidas, necesarias. No es de extrañar que la AEMU haya muerto de desatención precisamente ahora, cuando se celebran más actos públicos que nunca, coloquios, conferencias, postineros cursos de verano. Pero ahora, en general, lo que se cultiva es la apariencia; la lista de invitados rutilantes, sin importar un ardite lo que digan: "Ven y cuenta lo que quieras, cualquier cosa". Son actos concebidos para aparecer en una reseña de prensa, y no para comunicar, para reflexionar, para aprender. La AEMU, en fin, era demasiado auténtica para esta sociedad de simulacros.

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