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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reclusos con sida

YA ERA hora. El estudio realizado por un equipo de sociólogos sobre el alcance, las prácticas de riesgo y formas de transmisión de enfermedades infecciosas de alta prevalencia en las cárceles españolas (fundamentalmente sífilis, hepatitis B y sida) constituye un valioso instrumento para una política de prevención que ansíe ser eficaz y para un tratamiento sanitario del gran número de reclusos afectados que quiera ser adecuado. Pero no sólo eso. Supone también una ruptura con el absurdo oscurantismo informativo -tanto respecto a la opinión pública como al propio medio carcelario- que han practicado en este asunto los responsables penitenciarios.La elaboración del estudio, impulsado y financiado por el Ministerio de Justicia, tomando como base un amplio cuestionario cumplimentado voluntariamente por la mayoría de la población reclusa, llena una laguna importante. Y enmienda la práctica, habitual hasta ahora, de cuantificar la incidencia de estas graves enfermedades en función de las filtraciones y testimonios de asociaciones próximas a los propios presos, generalmente descalificadas por los responsables de las instituciones penitenciarias. Tras el informe sociológico existe ya una referencia oficial rigurosa que centra el problema, sin voluntarismos ni manipulaciones, en toda su dimensión.

Las cifras aportadas por este trabajo demuestran que los cálculos hechos desde hace dos o tres años sobre la incidencia del sida en las cárceles por las fuentes extrapenitenciarias no estaban equivocados. Ambos reconocen la existencia de casi un 30% de seropositivos (personas que en un porcentaje no determinado desarrollarán con el tiempo la enfermedad) en la población reclusa española, que alcanza en estos momentos la cifra de 30.000 internos, excluidos los de las prisiones catalanas. La existencia de 9.000 reclusos infectados por el virus del sida representa un reto sanitario de primer orden, no sólo por los obstáculos para un adecuado tratamiento médico de estos enfermos, sino también por el riesgo que comportan de convertirse en un importante foco transmisor de la enfermedad a la sociedad.

Admitida oficialmente la grave incidencia del sida en la población reclusa, su control debe constituir el principal objetivo de la sanidad penitenciaria y, sin duda, del sistema nacional de salud en su conjunto. La interdependencia entre la cárcel y el mundo exterior se proyecta en todos los terrenos, incluido el de la transmisión del sida, hasta el punto de que -según el citado informe- el aumento porcentual mayor, del 20% al 30% del total, se debe a los nuevos reclusos; es decir, a los que ya eran seropositivos al ingresar en la prisión.

Las dificultades para el tratamiento de los reclusos afectados de sida o de otras enfermedades infecciosas en hospitales públicos no penitenciarios han sido de dos tipos: legales (autorizaciones médicas y judiciales) y de custodia, ambas de difícil solución. Pero, por otro lado, la red de la sanidad penitenciaria, prácticamente reducida a las enfermerías de las prisiones y con un único hospital general en todo el territorio nacional, es claramente insuficiente. La fuerte incidencia del sida en el universo carcelario no deja otra opción que flexibilizar las normas para su tratamiento en los hospitales públicos y al mismo tiempo potenciar la precaria red sanitaria de las prisiones con la creación de otros centros hospitalarios. Y ello no sólo por motivos de carácter humanitario. También por ineludibles exigencias de índole sanitaria.

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