La España bastarda
Esta película ganó hace unas semanas el gran premio del festival de San Sebastián. De ahí que, ya antes de su estreno, haya movido bastante tinta y no toda ella reverencial. Hay, en efecto, quien la considera indigna de ese premio y quien, por supuesto, cree que lo merece sobradamente. Esto indica que es una obra rica y que, por consiguiente, puede verse de diferentes maneras e incluso desde ópticas opuestas. El cine que importa es éste, el que mueve y conmueve; el que une y divide.La apariencia epidérmica de Las cartas de Alou es la de un suave documento sobre la áspera vida -y las miserables consecuencias derivadas de ella- de los inmigrantes africanos en España, trabajadores clandestinos que abundan en algunos trabajos marginales y a destajo, situados por lo general en las costas mediterráneas, donde estos hombres, que huyen del hambre de sus países, se ven forzados a padecer formas extremas de segregación y de explotación. Se reprocha -la miopía cinefílica es a veces así de grosera- al filme esa su suavidad, que es precisamente su mayor virtud.
Las cartas de Alou
Dirección y guión: Montxo Armendáriz. Fotografía: Alfredo Mayo. Música: Luis Mendo y Bernardo Fuster. Montaje: Rori Sanz de Rozas. Producción. Elías Querejeta. España, 1990. Intérpretes: Mulie Jarju, Eulalia Ramón, Ahmed El Maaraufi. Akonio Dolo, Albert Vidal. Estreno en Madrid: cine Renoir.
Hacer sobre este escabroso asunto -una vergüenza de la actual vida en España, en esto hija bastarda de la Europa bastarda- un filme delicado, pudoroso, apacible y no por ello, sino bien todo lo contrario, complaciente, es ante todo una indiscutible demostración de elegancia por parte del guionista y realizador del filme. Sin la menor violencia, con desarmante solidaridad con la condición humana de sus gentes, Armendáriz indaga y representa una violencia; sin maniqueísmo panfletario alguno, reconstruye una situación existencial propicia al juicio maniqueo -reducción del relato a un asunto entre buenos y malos- y al panfleto sumarlo o la soflama ideológica. ¿A qué otra cosa sino a esto puede llamarse elegancia en una pantalla?
Un camino abierto
En Las cartas de Alou, Armendáriz avanza en el mismo camino estilístico abierto por él en sus dos obras anteriores, Tasio y 27 horas. Uno de los rasgos más pronunciados de este estilo es el empleo de la naturalidad sin incurrir en el naturalismo en cuanto forma superficial de realismo. Traemos a primer término este rasgo porque, además de ser muy pronunciado, en él está la clave de la dureza de un filme que a primera vista parece -hay que taladrar con la mirada la pantalla pera extraer del buen cine sus tripas ocultas- blando, sin serlo en absoluto, siendo todo lo contrario.
Dicha naturalidad se percibe en las maneras que Armendáriz tiene de conjugar y conjuntar -es realmente admirable la unidad que consigue de un reparto tan poco unitario como el Las cartas de Alou- actores naturales con actores profesionales. No hay manera de distinguir a unos de otros. Es más, unos contagian a otros, de tal manera que los profesionales trasvasan sus técnicas interpretativas a los que no lo son y los naturales inundan con esa su naturalidad a los que la fingen.
El resultado es un apasionante -y dificilísimo de conseguir sin artificio- encuentro entre el documento y la ficción, entre poesía y verdad. Añádase a este encuentro la capacidad del urdidor de este hermoso filme para extraer humor del dolor y no habrá ya dudas: estamos ante un caso de cine adulto, en el que hay una emocionante cercanía entre lo que se busca y lo que se encuentra, entre lo que sobre el papel se nos ofrece y lo que sobre la pantalla se nos da.
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