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La guerra del Golfo será ayer

Ahora se cumple aproximadamente el tercer centenario del agotamiento de los pozos de petróleo españoles, por decirlo de manera inteligible para la modernidad. Desde que dejaron de llegar a la terminal de Cádiz el oro (poco) y la plata de las Indias, el destino de España se redujo, en términos de poderío internacional, a ascender durante algunas décadas a potencia de segunda, abandonando, gracias a la naranja valenciana y al turrón de Alicante, nuestra clasificación natural entre los primeros del Tercer Mundo. Sin oportunidad de industrializar el submarino Peral ni de exportar la grúa Chomón, sin más gaita que templar las minas de uranio gallegas y con sólo el Talgo y el sol de cada día para ir equilibrando la balanza, hubo que aceptar que España era pobre. Hidalga y pobre, para mayor redundancia.A partir, aproximadamente también, de don Laureano López Rodó y de don Pere Gual Villalbí, por efecto del biscúter y del seiscientos, y con unos siglos de retraso, los españoles nos pusimos a trabajar como alemanes, bien en Alemania, bien en la Península e islas adyacentes. A consecuencia de estos ímpetus, terminamos por pagar impuestos como suecos y, tras el espejismo de una cuarentona paz octaviana, caímos en el error de suponer homónimas paz y democracia. Y en éstas estábamos cuando nuestro tradicional enemigo, el islam, se enfrenta, según nuestro aliado, a nuestro aliado de 1953, el imperio norteamericano, y precisamente en el momento en que, por arte de birlibirloque, nos habíamos quitado de encima el peligro comunista.Pero ha sido a la hora de mandar a la Santa María y a dos galeones más al golfo Pérsico cuando, condenados a apechugar en democracia con la misma política exterior que en la dictadura, nos hemos percatado de que seguimos siendo pobres. Parece obligado, por tanto, preguntarse: ¿se tiene posibilidad, siendo pobre, de alcanzar dignidad e independencia? Los individuos, alguna, aunque siempre incierta, con tal de que el individuo disponga de una inteligencia superior a la común y de una capacidad de aguante equiparable a la del común de los ciudadanos. Las naciones, ninguna posibilidad.No obstante, ahora que, además de españoles, somos comunitarios y, además de comunitarios, somos pragmáticos, plantear el problema de nuestra pobreza desde los supuestos de dignidad e independencia quizá sea un resabio más de nostalgia imperial e hidalguía. Justo es recordar que la mayoría de los españoles vivían perramente cuando el sol no se ponía en los dominios de España. Antes de admitir incontrovertiblemente que los españoles nunca hemos sabido vivir bien, salvo los españoles vividores, convendría probablemente rebajar la pretensión de independencia y dignidad.

Se trataría, entonces, de ser un poco serviles y un poco dependientes. Esta vía de aguachirle y medias tintas no es otra, de entrada, que la seguida por el Gobierno desde que entramos en la OTAN, con mucho frotar de suelas en el felpudo y como, quien husmea melindrosamente la comida antes de tragársela. Parece dificil que resulte convincente, para los nacionales y para el aliado, esta política de "sí, pero verá usted...", y así lo demuestran, por ejemplo, las dificultades para desprendernos de los F-16, que a este paso terminarán en el aeroclub de Cuatro Vientos reconvertidos en avionetas deportivas.

Ahora bien, ya que somos españoles, europeos, comunitarios, otaneros y de la UEO, sin renunciar a nuestra tradicional amistad con los pueblos árabes ni al oficio de pontoneros con Latinoamérica, también es cierto que nos encontramos en in mejorables condiciones para caer en la tentación de ser más realistas que un inversor en renta variable y más pragmáticos que un teórico socialdemócrata Si el pragmatismo consiste en renunciar a la educación que recibimos sin sustituirla por ninguna otra, y en eso consiste, podríamos tranquilamente declarar nuestra absoluta dependencia del imperio y, a la vez, obtener el trato de colonia más favorecida. Para esta opción, objetarán los admiradores de la primera ministra del Reino Unido, ya tendríamos que haber enviado al Golfo la flota entera, todas las escuadrillas de combate y un regimiento de zapadores. En primera línea, codo a codo con la Legión y con los marines, los soldados de reemplazo se convertirían en el más invencible escudo de los depósitos de gasolina de los automóviles nacionales. Y la nación comprendería, por fin, que sin los embotellamientos diarios y sin muertos en la carretera la vida sería invisible, y España, una vez. más, habría perdido el tren de alta velocidad del progreso. Eso sí, a la guerra habría que ir con pujante convicción, orillando a la opinión pública y, en consecuencia, prescindiendo, como Churchill, del miedo a perder las próximas elecciones.

El principal obstáculo a tanto valor y a obediencia tanta es que, así y de repente, nuestro aliado no nos permitiría hacer el héroe. Si a cada cual le corresponde el trabajo que se le ha asignado, los españoles llegaremos a la estación con tiempo suficiente de subir al furgón de cola, siempre que dejemos expeditos nuestros puertos y aeropuertos a quienes, desde tan lejos, han de hacer escala antes de llegar a la guerra. Evidentemente somos pobres, pero tampoco hemos aprendido en los últimos siglos a ser imaginativos.

Alguna imaginación habríamos precisado para, aun arrastrando los andrajos de la dignidad y de la independencia, ahorrarnos el riesgo de acudir a una guerra por exceso de celo y sin previa reserva de trinchera. Quizá en la molicie de la larga paz se ha olvidado que una guerra es una guerra, ocasión muy propicia para ser liquidado. Por fortuna existe alguna probabilidad de que, remedando el título de la obra de Giraudoux, la guerra del Golfo no ocurrirá. Pero si, como la de Troya, tiene lugar, para algunos españoles habrá ocurrido ayer, porque los soldados muertos en combate no tienen mañana.

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