Balbuceos
Orson Welles terminó una de sus inmensas películas, El cuarto mandamiento, con un plano de un micrófono y una voz en off que decía algo parecido a: `Yo hice esta película. Mi nombre es Orson WeIles". Antonio Mercero comienza su último filme de manera similar, aunque con más modestia: no es una voz la que anuncia el elenco, sino un cuadro flamenco y dos cantaores los que dan cuenta, desde el nombre de la productora al del director, de quiénes son los responsables de lo que vamos a ver a continuación.La secuencia inicial de Don Juan, mi querido fantasma, revisitación en clave jocoso-folclórica de las peripecias del Burlador zorrillano, anuncia en líneas generales gran parte de lo que contiene el guión de un filme con honestas pretensiones de alcanzar un público popular. El relato se desarrolla en un teatro, lo cual le va muy bien al tema: el equívoco-cuando el espectador espera leer, en realidad oye- será el motor de la acción (un fantasma y su doble son su eje); no faltarán números musicales; la acción transcurre en Andalucía, concretamente en Sevilla, y en presente.
Don Juan, mi querido fantasma
Director: Antonio Mercero. Guión: A. Mercero y Joaquín Oristrell.Fotografia: Carlos Suárez. Música: Bernardo Bonezzi. España 1990. Intérpretes: Juan Luis Galiardo; María Barranco; José Sazatomil, Saza; Rafael Álvarez, El Brujo; Loles León; Rossy de Palma; Verónica Forqué; Pedro Reyes; Luis Escobar. Estreno en Barcelona: cines Diagonal y Borrás.
Por desgracia, una comedia que se propone tal, aunque trufada de claves genéricas de diverso orden -musical, incluso fantástico-, agota pronto su batería de aciertos. Ciertamente, resulta gratificante que, por una vez, el inmortal inmoral sea no un melodramático galán en perenne seducción monjeril, sino involuntario promotor de intrigas, pues hay de por medio un asunto de tráfico de cocaína, un elegante aristócrata camello y una galería de personajes extravagantes. O que la composición de los personajes contenga algunos aciertos parciales: que una actriz tan eminentemente oral como Loles León se exprese mediante castañuela con subtítulos es, cuanto menos, un golpe de gracia.
Pero, como ocurre desdichadamente en la mayor parte de las comedias contemporáneas, también ésta cae herida de muerte por problemas no ya de estructura del guión, que los tiene, sino sobre todo en la construcción del elemento central de toda comedia que se precie, el gag, sea éste visual u oral. No de otra forma se tiene que interpretar la recurrencia al taco como agotadora muletilla de la carcajada, o el hecho de que, cuando se echa mano de una buena idea, se la estruje sin misericordia, de manera que a la cuarta vez que se ve a alguien revolcándose en el suelo, en jocoso ayuntamiento con nadie, la sonrisa se congele en la boca y se desee que acabe cuanto antes la interminable secuencia.
Queda en pie, no obstante, el impecable oficio de Juan Luis Galiardo, gracias al cual la película se hace no sólo llevadera, sino incluso simpática. En su saber estar, en su aire levemente autoparódico y caricaturesco, está lo mejor de un filme en cuyo haber hay que apuntar, no obstante, la falta de cualquier otra pretensión que no sea la de hacer reir. Claro está que, como bien sabían los grandes maestros del género, hacer reir es tal vez lo más serio y dificil que en esta dichosa profesión existe.
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