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Tribuna:LAS APARIENCIAS
Tribuna
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La edad de la sospecha

Antonio Muñoz Molina

El joven de cuello exageradamente ancho y barba recortada ya no es un fascista adolescente, sino un hombre fornido de ojos firmes y fríos que tal vez disparó contra alguien el invierno pasado después de cubrirse la cara con un pasamontañas en los lavabos de un restaurante y de comprobar un ligero temblor en la mano que sostenía la pistola. El magistrado sospechoso ha engordado mucho en los últimos años y se ha quedado completamente calvo: por eso mi amigo, el fotógrafo, que se pasa la vida en los juzgados, con su cámara al hombro y un aire impasible de presenciar desastres, lo vio tantas veces sin reconocerlo, sin acordarse de dónde lo había visto por primera vez, hace tantos años, cuando los dos eran mucho más jóvenes. En cuanto al tercer hombre, la tercera cara de esta breve galería de sospechosos de los que seguramente nadie se acordará dentro de unos años, carecemos de imágenes de su pasado, aunque no es muy difícil imaginarlo, porque su manera de vestirse y sus largas patillas anacrónicas, ahora encanecidas, sin duda han permanecido invariables en la última década, desde los tiempos en que el joven fascista imaginaba febriles heroísmos sangrientos y el juez, recién terminada la carrera, prepara encarnizadamente sus oposiciones y se sometía a ese envejecimiento acelerado y voluntario de quienes se empeñan en obtener cuanto antes una posición respetable en la vida.De pronto, hace unas semanas, mientras disparaba atareadamente su cámara en los pasillos del juzgado, mi amigo se acordó. Su oficio, que es el de apresar rostros furtivos y circunstancias instantáneas, lo ha acostumbrado a mantener en suspenso la memoria, y ha delegado la tarea de recordar en la solución química donde las fotografías van misteriosamente revelándose bajo la luz rojiza del cuarto oscuro. Armado de su cámara, con paciencia, con descaro, con temeridad, se mueve en el presente como un funámbulo en un cable de acero tendido en el vacío, y las cosas suceden a tal velocidad en el rectángulo diminuto tras el que mira el mundo que apenas ocurridas tiende inmediatamente a olvidarlas. Pero aquella tarde, me dijo, al fotografiar al juez, a quien había visto tantas veces, fue como si nunca hasta entonces se hubiese fijado en él, como si sus facciones desconocidas de ahora se ondularan temblando bajo el líquido transparente del revelado para mostrar otra cara más joven, la que el fotógrafo súbitamente recordó, aparecida al cabo de más de 15 años, trayendo consigo una imagen al principio confusa de corredores y aulas, un sentimiento todavía oscuro pero muy definido de inseguridad y delación: el juez voluminoso y solemne a quien había visto tantas veces pronunciar sentencias, el juez sospechoso de corrupción, acuciado ahora por micrófonos y magnetófonos y flashes que le hacían parpadear y agitar las manos como para librarse de una nube de insectos, había sido compañero suyo en los años lejanos de la Universidad, y para pagarse la carrera había actuado como confidente de la Brigada Político-Social; un becario voluntarioso y callado, de aquellos que no faltaban nunca a clase, solían ir con chaqueta y corbata y tomaban avariciosamente sus apuntes en bancas un poco separadas de las que ocupábamos los otros, uno de aquellos espías que nos señalaban con un dedo de advertencia y desprecio los compañeros más veteranos y que algunas veces no eran más que estudiantes tardíos ensombrecidos por la soledad de las pensiones y por un pasado ceniciento de seminarios y academias nocturnas.

Del otro, el joven fascista, el posible vengador, también nos acordaríamos aunque no hubieran vuelto a publicarse fotografías de su adolescencia, pero nos resulta igualmente difícil vincular la cara de entonces a la de ahora mismo; entre las dos se abre un tiempo que se ha extinguido tan sin que nos diéramos cuenta que no sabemos recordarlo: se nos escapa de la memoria igual que un puñado de arena, y nada nos sorprende más que la evidencia inadvertida de su vacua duración y de sus efectos sobre cada uno de nosotros. Recordamos fechas, desde luego -noviembre del 75, enero del 77, febrero del 81, octubre del 82-, pero una curiosa deficiencia óptica nos hace verlo todo en un plano sin profundidades ni distancias, como un hierático mural: una de sus figuras es la de ese adolescente intoxicado de heroísmos canallas que en 1984 se deja orgullosamente retratar con un pasamontañas plegado sobre la frente, una pistola y una gran fotografía enmarcada del tirano que murió cuando él era un niño. De pronto, la figura inalterable cambia, como trizada en un espejo por el aluvión repentino del tiempo que no supimos que pasaba, y aquel muchacho delgado y desafiante y fanático que se parece tanto a otros que conocimos y nos amenazaron con sus himnos y sus palos de béisbol ha perdido los rasgos y hasta la mirada de la adolescencia para convertirse en un hombre de cara hinchada y barbuda y cuello hercúleo de luchador o guardaespaldas.

En la figura del tercer sospechoso también hay un punto casi desgarrado de jactancia, pero no se trata de la filosa chulería fascista ni de la severidad lóbrega del juez que al vestirse de negro y recitar barrocos considerandos legales siente que posee en sus manos la vida y el porvenir de un acusado. Si no fuera por lo que es, a este hombre nunca le habrían hecho reverencias los camareros de los restaurantes de lujo ni habría pisado alfombras de opulentos despachos ni aparecido en los periódicos. Si no fuera porque un hermano suyo ha triunfado en la vida, este hombre, que hace 10 o 15 años trabajaba oscuramente en una fábrica, ahora gastaría su jubilación en los bares con ruido de televisión y mesas de formica de una barriada periférica y no conocería esa turbia celebridad de la que sin duda no deja, a pesar de todo, de sentirse orgulloso; la gente se lo queda mirando por la calle, y cuando aparece su cara en la televisión, se levanta un clamor de voces en los bares del vecindario: "Si vive ahí al lado, si lo conocen de siempre". Conocen su pendenciera hombría de bebedor de coñá y su dandismo arrabalero y arcaico, la camisa abierta, las gafas de sol, las puntas de las patillas casi rozándole la boca, el puro fino que muerde con la misma saña que Clint Eastwood en los westerns italianos de los años sesenta: como los policías de entonces, como los sociales beodos que mostraban su credencial con el mismo gesto con que un minuto después sacarían la pistola, a este hombre le gusta exhibir su identidad igual que un arma defuego en la penumbra densamente olorosa y rosada de laswhisquerías; ahora tiene dinero y es alguien, alterna con los poderosos, hace llamadas telefónicas de consecuencias fulminantes y luego cuelga el auricular con la misma rudeza con que muerde sus delgados cigarros, pues no ha cambiado, como tantos, no ha considerado necesario adquirir modales: en la ostentación impúdica de su zafiedad hay una especie de venganza de clase.

Sin duda estos tres hombres, unidos ahora en los periódicos por la notoriedad de la sospecha, no se han encontrado nunca. Posiblemente dentro de unos años nadie se acordará de ellos; pero sus biografías y sus destinos tan dispares constituyen fragmentos de una trama todavía invisible, páginas desordenadas de un libro que nadie ha escrito y tal vez nadie descubrirá, no la historia o la mentira de unos pocos hechos vulgares, sino la materia misma y el subsuelo moral de un tiempo tan estéril para la vida como para la memoria.

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