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Tribuna:LAS APARIENCIAS
Tribuna
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Libros de nadie

Antonio Muñoz Molina

Amontonados como prendas indignas, como zapatos huérfanos de dueño y viudos de par que estuvieron de moda hace varios años y ahora parecen artefactos inexplicables, los libros que nadie ha querido leer vuelven en temporada de rebajas a las estanterías de los grandes almacenes, y uno, que no entró allí para comprar nada, sino para aliviarse fugazmente del calor en el mediodía de agosto, los ve de lejos y tiene la tentación inmediata de eludirlos, como si le trajeran mala suerte, igual que esos desdichados que fracasaron en todos los empeños de su vida y van dejando por dondequiera que pasan el virus contagioso del infortunio. Vuelven siempre a aparecer por estas fechas, apilados de cualquier manera bajo una invariable luz blanca que acentúa su carácter de mercancías fracasadas, y ni siquiera les conceden el derecho a permanecer cerca de los otros libros, los que figuran en las listas de best sellers, sino que los confinan junto a los discos de orquestas de música ligera y agrupaciones folclóricas que llevan años dando tumbos sin ninguna esperanza por los anaqueles de todas las rebajas, esos discos de fundas gastadas que nadie ha oído nunca y que nadie se explica por qué razón fueron grabados, quién, en un rapto de optimismo patético, decidió que alguien los compraría alguna vez.En ese vecindario lamentable los libros pierden la dignidad tan rápidamente como un funcionario modelo que al calor de las malas compañías se da a la bebida y a la holganza, y los pocos curiosos que se detienen a mirarlos los tratan sin atención ni respeto, los revuelven como en el desorden de una chamarilería y luego les dan la espalda sin llevarse ninguno, aunque hay entre ellos obras maestras y éxitos relumbrantes de hace dos o tres anos, y algunos hasta fingen la encuadernación en piel y las letras doradas de esos libros eternos que amueblan con tanta severidad y solvencia una pared de comedor. Pero parece que están malditos, que repelen incluso a los más afanosos y desinteresados buscadores, y aunque hay grandes etiquetas que anuncian su precio irrisorio, comparándolo invitadoramente con el que ostentaron en tiempos mejores, nadie se anima a llevarse ni uno solo de ellos, y de pronto un día desaparecen y no los vemos más. Será entonces que los que han condenado al último círculo de la inexistencia y la vergüenza, a ser picados y prensados hasta convertirse en pulpa sucia de papel, en material originario para otros libros futuros que tal vez surgirán un día en los escaparates y lentamente irán derivando, con la gradual indignidad de las familias en quiebra, hacia un destino de almacenes del extrarradio con tejados de uralita y de furgonetas de segunda mano donde los embalarán y los manejarán como si ya no fueran libros, sino sacos de patatas o de trapos viejos, papel gastado y olvidado.

Se parecen a esos carteles de propaganda política que alguien se olvidó de quitar de las calles después de una campaña electoral y en los que sonríe con animosa convicción un candidato derrotado. La frente alta, la mirada serena y firme que vislumbra el futuro, el ademán enérgico y atento de quien sabrá escuchar y decidir, los colores vibrantes de la fotografía desvanecidos no por la intemperie, sino por el desconsuelo y tal vez el ridículo. Con frecuencia, en las portadas de esos libros amontonados en los anaqueles de rebajas se ve también la cara de su autor, que por la manera americana y excesiva de sonreír se ve que confiaba en su éxito de ventas tan apasionadamente como el candidato vencido en la lealtad de sus electores. Sepultada ahora en el purgatorio de los saldos, la cara tiende a adquirir esa juventud falsa, desesperada y rígida de quienes tienen miedo a aceptar en sus facciones las huellas del tiempo y prefieren la momificación prematura de la cosmética y la cirugía a la franca proximidad de la madurez. Caras de celofán, libros envueltos en plástico con una helada antipatía de manos rosadas bajo unos guantes de goma transparente y aséptica: tampoco esos libros saben durar ni envejecer, y han pasado de la rutilante novedad a la decrepitud y al olvido tan velozmente como una estrella fugaz cruza a medianoche el firmamento de verano.

Lo que más asombra al mirarlos es la monstruosa proliferación de un sol o ejemplar. Consideramos que los libros de nuestra biblioteca, los que aún poseemos y los que nos basta con recordar, son hechos únicos, objetos singulares que encontramos un día y cuya identidad se ha ido afilando con nuestra devoción. La poesía completa de Borges, La educación sentimental, Absalón, Absalón, no son para mí libros abstractos ni ejemplares idénticos a los otros miles de una tirada industrial: recuerdo el día en que compré cada uno de ellos, aunque no el número de las veces que los he leído, y sus páginas, que mis manos han desgastado, y en las que hay anotaciones de lecturas antiguas, son episodios de mi propia vida. Si recorro con la mirada las estanterías los reconozco de lejos, como a un amigo por su forma de andar. Si alguna vez acaban en una librería de lance, quien los adquiera notará en ellos el latido de una intimidad ausente y es posible que sienta la misma simpatía hacia un desconocido que siento yo cuándo abro un libro que he comprado en la cuesta de Moyano y veo en él la firma o los débiles subrayados a lápiz del hombre a quien perteneció. Pero estos libros rebajados de los grandes almacenes carecen tan definitivamente de individualidad que no son más que números multiplicados en cantidades absurdas, repeticiones tan obstinadas y estériles como las de una palabra o una nota en un disco rayado.

Cuesta pensar que cada uno de esos títulos ocupó durante meses o años la voluntad y la imaginación de alguien y fue una parte medular de su vida. Cuesta pensarlo porque da un poco de miedo: ese montón de ejemplares de portadas idénticas cuyos envoltorios de celofán nadie se ha molestado en rasgar tuvo su origen en un manuscrito urdido lentamente por alguien, palabra a palabra, con entusiasmo, con dolor, con fatiga e insomnio, tal vez con paciente ambición o con apresurada vanidad. Da exactamente lo mismo: Eça de Queiroz y Cesare Pavese merecen en estos vertederos de libros igual trato que el autor de un manual de bricolaje doméstico o de un tratado sobre el éxito en los negocios que se ha convertido con los años en un modelo de fracaso. "El destino común es el olvido", dice el poeta menor en un epigrama de Borges: "Yo he llegado antes". Para curarse la vanidad, esa dolencia imprudente que no siempre sabe padecer en secreto, un escritor no intoxicado irremediablemente por ella debe visitar de vez en cuando las rebajas de libros que nadie quiere ni recuerda, venciendo el miedo a encontrar alguno de los suyos: dicen los expertos que el papel en que ahora se imprimen los libros es tan malo que en menos de cien años no quedará de ellos ni un residuo de polvo. Si el olvido es el destino común, llegar cuanto antes a él sin duda será un alivio, casi un amargo privilegio.

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