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Celibato de parásitos

Enrique Gil Calvo

El escenario político depara sorpresas al observador externo desprevenido. Con la intención de apoyar una mayor profesionalización de la clase política española, y sobre todo de oponerme al intento de imposición de un catecismo político por parte de ciertos sectores del Partido Popular y del partido comunista (que parecían decididos a obtener por decreto coactivo la moralización forzosa de los políticos), publiqué en estas páginas un artículo que ha parecido provocar unas reacciones ajenas a mi deseo. Mea culpa: sin duda mis graves carencias retóricas me traicionaron. Pero nunca es tarde para corregirse, reformulando mi argumentación en cuatro puntualizaciones:1. Está de moda afirmar que si el ¡enriqueceos! es un axioma capitalista; ser de izquierdas implica necesariamente su refutación. Semejante afirmación no me parece acertada. La sociedad capitalista (y no hay alternativa a ella, como acaban de reconocer hasta los soviéticos) impone la competencia de mercado, en el que cada cual defiende su propio interés, individual o colectivamente. A esto puede llamársele enriquecerse o progresar, según se mire. Pero no es en sí mismo ni de izquierdas ni de derechas (como prueba que lo hagan tanto la patronal como los sindicatos), sino que es el motor del comportamiento exigido por nuestro modelo de sociedad. Ahora bien, a esta búsqueda del propio interés (o ética como amor propio, según la llama Savater) se le pueden hacer dos matizaciones. Primero, excede con mucho el mero enriquecimiento monetario (que sólo puede satisfacer a los menos cultivados), puesto que abarca todo el posible enriquecimiento. personal: voluntad de poder, búsqueda de prestigio, afán de superación, deseo de reconocimiento, ambición moral, necesidad de cariño y afecto. Y segundo, el que sea de izquierdas o de derechas depende de que se intente a favor o en contra de los intereses ajenos. Ésta es la única definición aceptable de solidaridad (puesto que el altruismo puro es imposible): la de hacer coincidir el interés propio con el ajeno. No se trata, pues, de oponer individualismo versus colectivismo (pues la derecha también defiende sus intereses colectivamente), sino de no intentar satisfacer los propios intereses a costa de lesionar los intereses ajenos. A partir de aquí siguen estando plenamente vigentes las viejas señas de identidad de la izquierda socialista: defensa colectiva del propio interés, que es común a las distintas clases de trabajadores asalariados y sus familias, llámesele a esto progreso, reivindicación o enriquecimiento humano.

2. La contradicción básica de la sociedad capitalista, como intuyeron Hobbes y Marx, es la no coincidencia automática de los intereses individuales y colectivos: el bienestar colectivo no puede obtenerse como mera agregación del bienestar individual (teorema de la imposibilidad de Kenneth Arrow). Esto desmiente la mano invisible de Adam Smith, refuta la concepción liberal del Estado mínimo y crea la necesidad de la existencia del Estado interventor, cuyo papel no es subsidiario de corregir las imperfecciones del mercado sino, antes que eso, el mucho más central de crear el orden social como condición de posibilidad de la democracia y la competencia de mercado. Ello explica la importancia fundamental de la clase política como conjunto de profesionales especialistas en la agregación y articulación de los intereses privados. Si la clase política es eficaz, habrá suficiente grado de armonización entre intereses individuales y colectivos. Pero si la clase política es ineficaz, aparecerán niveles insuperables de contradicción entre unos intereses y otros, resultando la crisis de ingobernabilidad. De ahí la urgente conveniencia de la profesionalización de la clase política, a fin de lograr su máxima eficacia.

3. La respuesta a la ingobernabilidad de los sistemas políticos es el corporatismo, como mecanismo de defensa ante una contradicción específica entre los intereses individuales y los colectivos: la que se denomina el dilema del gorrón (free rider), magistralmente analizado por Mancur Olson. El interés privado puede ser corrupto o estar pervertido (es decir, ser moralmente inadmisible) cuando es de tipo depredador (el clásico concepto de explotación: satisfacción del interés individual a costa de la lesión del interés colectivo) o cuando es de tipo parasitario (el dilema olsoniano: obtención individual de beneficios colectivos que no se ha contribuido a costear). La vocación gorroneadora de los seres humanos es, si no innata, sí, desde luego, prematura: de niños nos acostumbramos a ser felices parásitos participando de los beneficios de la familia sin tener que pagar coste alguno ni nada más a cambio. Ahora bien, si de mayores siguiéramos comportándonos con tan pueril parasitismo no existirían grupos socialmente organizados: para que haya organización colectiva, cada miembro individual, antes de que pueda beneficiarse de ella, tiene que contribuir a costearla. Pero una vez que la organización colectiva ya existe, la posibilidad de ser objeto de corrupciones parasitarias continúa amenazando su persistencia ulterior, por lo que la organización que quiera subsistir debe prevenirlas y neutralizarlas. Es el caso, tan típico, de las huelgas, que si triunfan benefician tanto a los esquiroles como a los huelguistas, por lo que la tentación de ser esquirol parásito es una amenaza para la organización de la huelga: de ahí la necesidad de los piquetes para evitarla.

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Por ello, para hacer frente a este dilema del gorrón toda organización debe ofrecer a sus miembros lo que Olson denomina "incentivos selectivos": premios reservados en exclusiva para pagar la fidelidad solidaria de sus miembros y castigos destinados a prevenir la tentación parasitaria. Tales incentivos selectivos, que constituyen la clave del corporativismo gremial de los colegios profesionales, destinada a evitar el intrusismo, explican también muchos otros mecanismos de la moderna vida organizativa, desde las retribuciones intangibles o en especie hasta el tráfico de influencias, tan extendido. El mismo salario, en un mercado competitivo, puede actuar de incentivo selectivo destinado a premiar la fidelidad a la empresa si se sitúa por encima del precio de mercado. A los funcionarios, en cambio, que no disponemos de mecanismos competitivos, se nos da como incentivo selectivo tanto un crecientemente devaluado prestigio social y mucho tiempo libre como, sobre todo, seguridad indefinida en el empleo. Pero donde los incentivos selectivos son más necesarios, por ser el dilema del gorrón más grave y manifiesto, es en los grupos de interés organizados, como los partidos políticos o los sindicatos, sometidos a la constante tentación del parasitismo y en crisis permanente de afiliación. En este sentido, los escándalos de la financiación de los partidos, o de las cooperativas sindicales de promoción de viviendas, son inmediatamente explicables como incentivos selectivos de respuesta adaptativa a los problemas organizativos que plantea el dilema del gorrón.

4. Por tanto, he aquí la naturaleza del problema al que nos enfrentamos: cómo mejorar la eficacia de nuestra clase política para que sea capaz de superar tanto su propio dilema parasitario interno como la común crisis de gobernabilidad que nos afecta a todos. Una posible respuesta equivocada es la que proponen la derecha cavernícola y el partido comunista: es el regreso al celibato eclesiástico como garantía de incorruptibilidad. Pero otra respuesta posible, a la que yo me adhiero, es la apuesta por la decidida profesionalización de la clase política, para que pueda estimularse su competencia profesional y su responsabilidad electoral mediante unas retribuciones morales y materiales que hagan la carrera política lo suficientemente atractiva como para desviar hacia ella a los mejores, en vez de reservarla, como hasta ahora, a los mediocres, que si de boquilla alardean de célibes (en desinteresado acto de servicio a la sagrada causa del bien común), de tapadillo se forran subrepticiamente: los regímenes autoritarios, como los soviéticos o el franquista, son la mejor prueba de la pacífica coexistencia de la mediocridad verbalmente desinteresada con la corrupción subterráneamente generalizada. La moraleja parece obvia: no conviene dejar la política en manos de aficionados mediocres, que por mucho desinterés que pongan siempre terminan por corromperse, sino que conviene confiársela a los más expertos profesionales que con abierta competencia puedan responsabilizarse.

Enrique Gil Calvo es titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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