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El futuro de la OTAN

La cumbre atlántica prevista en Londres los días 5 y 6 de julio sentará las bases de una Alianza Atlántica renovada. Estas reflexiones personales, redactadas antes de la cumbre, sólo pueden pretender situar esta cuestión -el futuro de la Alianza- en el contexto de los radicales cambios por que atraviesa Europa y extraer algunas consecuencias de esos cambios.Puede afirmarse, con carácter inicial, que los 16 países miembros de la Alianza coinciden en la necesidad de adaptar la OTAN a las nuevas circunstancias político-militares que han revolucionado el escenario europeo. El repliegue militar soviético, la desaparición del Pacto de Varsovia como estructura militar eficaz, el nacimiento de democracias emergentes en Europa Central y del Este y la unificación alemana han trastocado buena parte de los presupuestos sobre los que se asentaba la Alianza Atlántica: la división artificial de Europa ha dejado de ser una realidad. La amenaza tradicional está difuminándose. Una nueva era de cooperación sucede a la etapa de enfrentamiento que ha presidido las relaciones Este-Oeste.

La OTAN debe, pues, acomodarse a este contexto inédito para preservar su credibilidad y para actuar y ser percibida no como un problema, sino como un agente que coadyuve a la solución de los problemas pendientes. Y debe hacerlo decididamente, ya que la aceleración de las transformaciones políticas ha dejado muy atrás al pensamiento militar predominante, todavía anclado en el pasado. La Alianza Atlántica, consecuentemente, ha de renovarse, preservando, eso sí, cuanto justifica su permanencia, como factor de estabilidad en Europa y garante de la seguridad de sus miembros. Se impone, pues, al compás de la inevitable reducción de sus efectivos, la urgente revisión de su estrategia; el abandono de posturas militares y de doctrinas que no se compadecen ya con las actuales circunstancias políticas y militares en Europa. Cobran así fuerza conceptos tales como la defensa suficiente y la disuasión mínima, y se ponen en tela de juicio otros como la defensa avanzada y el primer uso del arma nuclear.

El fondo del problema, sin embargo, no radica en cuanto antecede, sino en las distintas concepciones que sobre cuestiones más profundas mantienen los distintos aliados. Los hay que conciben la futura Alianza -siquiera sea redimensionada- en términos esencialmente semejantes al modelo actual, frente a los que, imbuidos de vocación europeísta, abogan por una Comunidad Europea protagonista creciente en una alianza transatlántica profundamente renovada. Una Comunidad que, trascendiendo la unidad económica, desemboque simultáneamente en una unión política dotada de una política exterior y de seguridad común. Esta visión no se materializará en un mañana inmediato, pero tiene necesariamente las posiciones, por preliminares que éstas sean, de cuantos la hacen suya. Al igual que aquella otra postura condiciona desde un principio la previsible futura actitud de quienes la detentan.

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Ambos puntos de vista, aunque ello pudiera parecer paradójico, parten, sin embargo, de hipótesis idénticas. Cualquier transformación de la Alianza requiere que se despejen definitivamente ciertas interrogantes que siguen gravitando sobre el escenario político y militar europeo, y que desaparezcan la incertidumbre y la inestabilidad que todavía caracterizan la situación de los países de Europa Central y del Este, y, por supuesto, de la propia Unión Soviética.

Ocupan lugar destacado entre estos condicionantes la desaparición de las asimetrías en armamento convencional entre la OTAN y el Pacto de Varsovia tras la conclusión de un acuerdo CFE en Viena, su profundización en ulteriores negociaciones pos-CFE y la verificación de su estricto cumplimiento; el éxito del proyecto político y económico de Gorbachov, que conduzca a una Unión Soviética más transparente, previsible y próspera, y paulatinamente más abierta y más próxima a los esquemas occidentales; la consolidación de los procesos democráticos en los países de Europa Central y del Este; la retirada total de las tropas soviéticas de estos países y, tras un período transitorio, del actual territorio de la RDA; finalmente, y como símbolo de la definitiva superación de la artificial división de Europa y pieza clave de la estabilidad del Viejo Continente, la unificación alemana: una Alemania unida, soberana y no singularizada, y consecuentemente, libre de decidir su adscripción a la Alianza Atlántica, de conformidad con las previsiones del Acta Final de Helsinki.

Sentadas estas bases, llegará el momento -quizá ya a finales de esta década- en que la Alianza habrá de interrogarse nuevamente sobre su identidad. ¿Se ajustará entonces su actual estructura a los requerimientos de seguridad de sus miembros? ¿Se compadecerá con el nuevo orden de paz europeo una organización nacida y desarrollada medio siglo antes en un marco de enfrentamiento definitivamente superado? Si ningún líder político puede ignorar, sin traicionar su responsabilidad, las necesidades defensivas de su país, tampoco puede desconocer la presión de las distintas fuerzas políticas y de la opinión pública cuando éstas exigen que los medios para hacer frente a esas necesidades -y su coste- respondan tanto en su dispositivo como en su volumen a las realidades político-militares del momento.

El previsible escenario europeo en los albores del siglo XXI se caracterizará por la presencia de una Comunidad Europea asumiendo ese creciente protagonismo en cuestiones de seguridad; por un volumen de fuerzas de EE UU y de Canadá estacionadas en el continente significativamente reducido; también por la existencia de un orden de paz en Europa paulatinamente consolidado. Corresponderá entonces a los aliados europeos ejercer un papel mayor en la defensa común; asumir mayores responsabilidades y también mayores cargas, con todo lo que ello implica. Esta es la visión de algunos.

De la evolución de la Alianza en esta o en otra dirección dependerán muchas cosas; entre otras, a mi juicio, las modalidades de la futura participación de España en la defensa común, hoy definidas en las directrices y materializadas en los acuerdos de coordinación ya firmados o en fase de negociación.

Paralelamente, la CSCE habrá recorrido una nueva etapa en el proceso de su consolidación, institucionalizándose. Quedará así expedito el camino para un nuevo terreno de entendimiento, que permitirá la profundización de una fecunda cooperación entre sus miembros. Serán precisos mecanismos que salvaguarden los intereses de seguridad de todos los participantes en el proceso de Helsinki. La disolución del Pacto de Varsovia y el mantenimiento de una Alianza profundamente transformada -que, sin embargo, preservará un vínculo defensivo transatlántico entre países democráticos, libres y soberanos- dejarán al descubierto lo que ya parece evidente: la existencia de una franja de países desde Escandinavia hasta los Balcanes emparedada entre la URSS y la Alianza Atlántica. Cabe preguntarse si la CSCE puede, a falta de soluciones hoy inéditas, proporcionarles la seguridad a la que legítimamente aspiran. Occidente cometería un gravísimo error si se limitara a percibirlos como un cordón sanitario alrededor de la URSS. Sólo incorporando decididamente a ésta y a aquéllos a la tarea de hallar en común esas soluciones podremos sentar las bases de un orden de paz duradera en Europa.

Máximo Cajal es representante permanente de España ante la OTAN.

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