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Defensa atlántica

Fernando Savater

Uno de mis pasajes preferidos del Orlando furioso, ese folletín siempre delirante y a menudo genial, es el enfrentamiento entre la férrea amazona Bradamante y el mago Atlante. El brujo pasea por los cielos en un corcel alado, como suelen hacer los de su clase, y se dedica a secuestrar nobles damas y altivos caballeros por razones no demasiado claras, pero a fin de cuentas bastante aceptables: a Ruggiero, por ejemplo, lo rapta para impedir que vaya a la guerra, motivo intachable para el Ayuntamiento de Bilbao y cualquier otro antimilitarista que se precie. Pero la forzuda Bradamante no simpatiza con tales hechicerías y se enfrenta sable en mano al temido encantador. Atlante, en cambio, no tiene espada: sólo lleva en las manos un libro. Pero no es poca defensa, pues cuanto lee en sus páginas -que hablan de lanzadas y tajos- lo siente Bradamante en carne propia como si la atacasen manos invisibles. ¡La disputa quijotesca entre las armas y las letras resuelta del modo más conciliador, al convertirse el libro en el arma privilegiada! Todos los ratones de biblioteca hemos sentido envidia de ese libro mágico de Atlante, capaz de derrotar a los mejores guerreros. A los guerreros quizá, pero no a las guerreras. Chica de pocas letras, Bradamante no se resiente demasiado de las cuchilladas literarias, aunque se deja caer al suelo, fingiéndose abatida. Y es que para que un libro le derrote a uno del todo hay que haber leído y dado importancia a bastantes otros antes. Total, que ella se hace la vencida, Atlante se confía y enseguida se encuentra con el filo de acero en la garganta. Pero la amazona es tan noblota como bruta: cuando ve que se trata de un viejo consumido y gimoteante le perdona la vida.Al hallarme rodeado de libros en el Salón del Libro de Turín, me acordé del volumen belicoso del mago Atlante. ¿No ha confiado siempre Europa, quizá hoy más que nunca, en defenderse y combatir los supuestos o reales enemigos que la asedian por medio de sus libros, en cuyas páginas deben leerse mágicas estocadas que nadie es capaz de esquivar? Sortilegios de ancianidad que pueden resultar finalmente tan inútiles como los del brujo de Ariosto. Precisamante el congreso al que asistía tenía como tema la identidad cultural europea. Una cuestión bastante libresca, no poco defensiva en el sentido atlántico del término y con su tantico de brujería (o por lo menos de ilusionismo) como condimento.

Presentados por nuestro anfitrión Gianni Vattimo, los ponentes nos debatimos animosamente con la cuestión propuesta. Quizá la más briosa resultó Agnes Heller, cuya frágil figura enmascara un temple peleón no inferior al de la amazona Bradamante, pero mucho más ilustrado. En su intervención solicitó nada menos que un segundo renacimiento para nuestro zarandeado continente. Este nuevo episodio humanista, como el primero, contará sin duda con los libros como instrumento privilegiado, pero también con la tolerancia y con algún freno puesto a la soberbia ansia de infinito por el que antes ha solido desbordarse imperialmente el ímpetu europeo. Según Agnes Heller, este renacimiento ha de ser mas cosmopolita que internacionalista. El internacionalismo ha funcionado como el reverso mecánico del nacionalismo, sobre todo en su versión marxista: una clase transnacional, el proletariado, ha de trastocar en todo lugar y circunstancia la desigualdad social homogéneamente instituida; el cosmopolitismo, en cambio, busca las coordenadas universales de una reforma que en cada sitio tendrá perfil propio. No todos los ponentes compartían este combativo optimismo. Confieso que dormité un poco durante la extensa intervención de Jacques Derrida, pero saqué la impresión general de que estaba más bien remiso. Y aún más remiso se mostró, sin duda, José Saramago, alarmado porque los portugueses se afiliaran con prisa suicida al europeísmo antes de haber desentrañado del todo los enigmas de la portuguesidad y las dimensiones políticas peculiares que ésta comporta. Se preguntaba el novelista: ¿irá Jacques Delors a conseguir sin disparar un cañonazo, sólo a base de manejos económicos y de presiones políticas, lo que no pudo lograr Napoleón? Las alarmas de Saramago tienen perfiles concretos: el 70% del área forestal portuguesa va a verse ocupado por eucaliptos, no según decisión de los ciudadanos portugueses, sino por decreto de la Comunidad Europea, que ya sabemos cómo se las gasta. Amenazas similares no faltan, desde luego. En un coloquio reciente sobre el mismo tema, Sánchez Dragó señaló, entre los agravios Inmediatos del europeísmo forzoso que nos abruma, la inminente desaparición de la horchata de chufas. ¡Ay, mira que si luego de llenar Portugal de eucalipto y de dejarnos sin horchata Delors fracasa en la unidad política europea por culpa de ingleses, prusianos y rusos, como Napoleón!

Pero no fueron estas intervenciones las que provocaron mayor discusión, sino las de Vittorio Strada y VIadímir Bukovsky sobre las consecuencias de la defunción súbita del comunismo en los países del centro y este de Europa. Muchos oyentes se dieron por aludidos y mostraron su dolor. ¿Qué culpa han tenido los comunistas italianos o de otras latitudes de lo que en nombre del comunismo se hacía en esos países? Se les apoyaba un tanto, sí, pero de buena fe y no sin reservas. ¿Acaso es pecado luchar por la justicia y la utopía? Quizá Ceausescu, Stalin o incluso Lenin se equivocaron, pero ¿y Marx? ¿Acaso no es cierto lo de Marx, aunque haya sido traicionado? Bukovsky no estuvo dispuesto a las concesiones: estableció que fue precisamente Marx quien se equivocó en la teoría, y los demás intentaron corregir en la práctica sus errores a fuerza de crímenes. Acabó contando un chiste ruso: "¿Sabes por qué el comunismo no es una doctrina científica? Porque si hubiera sido científico lo hubieran probado primero con animales". ¿Entonces ya no puede uno llamarse comunista sin sonrojo? Recordé a Maurice Bardéche, que intentó probar en uno de sus libros que las atrocidades nazis fueron una traición a la verdadera doctrina fascista, y no por ello consiguió que llamarse fascista volviera a ser de buen tono...

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Como siempre, la principal obsesión de los europeos parece ser apuntalar el pasado -su pasado- en vez de afrontar el presente. La innegable liquidación por derribo del comunismo ha producido diversas reacciones, unas divertidas y otras ominosas. Entre las primeras, la de esos marxistas póstumos

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Fernando Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

Defensa atlántica

Viene de la página anteriorque decretan la muerte de la razón ilustrada y la rebelión oportunista de los enanos: son algo así como grapos de la teoría, en huelga de hambre retórica contra todos los frutos y embutidos que ofrece el mercado del día. Famélicos y altivos, denuncian sin cesar la adulteración generalizada con la que los demás se ceban... Menos graciosa es la insuficiencia general de estudios sobre lo viable en cuestiones candentes como la xenofobia o los nacionalismos rabiosos. Aquí la palabra mágica que dispensa de pensar es solidaridad, pero una solidaridad en efecto despreocupada de las consecuencias de cada gesto: como la caridad de las señoronas de antaño, lo que importa es que siga habiendo pobres y mala conciencia, para ganar méritos... Y lo más inquietante de todo es el retorno triunfal de lo religioso, en el sentido más eclesial del término. Los tres monoteísmos vuelven a la palestra, el cristiano, el musulmán y el judío (este último, apoyado en lucubraciones no sé si posmodernas o neobarrocas). Es fascinante y desalentadora la prontitud con la que lo religioso se cuela por cualquier fisura del realismo colectivo o individual para llenar los vacíos, sea el dejado por el hundimiento de las grandes doctrinas colectivistas, el hueco de la autoridad desmitificada y la identidad comprometida, o el vacío craneal de los metafísicos, siempre huerfanitos de Verdad con mayúscula.

Y es que el mago Atlante, cuando la amazona derrotó bárbaramente su truco del libro, optó por otra defensa. Atrapó en un fingido palacio a los héroes y los mantuvo cautivos del espejismo haciéndoles creer que en sus aparentes salones debían buscar lo que cada uno más anhelaba de su pasado, lo que para cada cual es el mayor bien, ese bien disperso por lo real entre los mortales "a chi più e a chi meno é a nessun molto", según dijo Ariosto. Quizá la Europa de hoy no sea, después de todo, más que el último avatar de este hechizo.

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