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Melancolía democratica

No salgo de mi estupor. La portada de una revista editada por los firmantes del Manifiesto de Góngora ilustra, mejor que cualquier texto, un llamativo desprecio por la democracia: el presidente del Gobierno de Navarra, cual nuevo Atlante, blande una urna llena de votos para arrojarla sobre un pueblecito indefenso. Mi estupor obedece a que aprecio a algunos de los firmantes y sé de sus convicciones por conocerlos desde los tiempos del antifranquismo militante. Cada obra pública que se promueve desde las instituciones democráticas navarras está sirviendo para que distintas coordinadoras (con intereses y representatividad diversa en cada caso) tilden a estas de antidemocraticas, impositoras e intolerantes.Conviene, por tanto, afirmar obviedades tales como que esas instituciones han sido democráticamente elegidas, mediante sufragio libre, secreto y de forma limpia.

Por lo que hace a la memoria histórica, yo recuerdo que el desprecio por la democracia y el parlamentarismo fue patrimonio del integrismo, el carlismo y el conservadurismo navarro durante la II República, por ejemplo. Por citar sólo un caso, el de Esteban Bilbao (quien más tarde presidiría las Cortes franquistas), propuesto como candidato por los carlistas en las elecciones del Frente Popular, renunció a serlo por la "repugnancia que el Parlamento me inspira", según decía en carta pública. La prensa de derechas navarra afirmaba sin ambages ser enemiga de la elecciones y del lema "un hombre, un voto", porque no es lo mismo el voto de un sabio que el de un necio.

Sé que no es la misma situación y que la democracia no está hoy en peligro como entonces lo estuvo; tanto, que acabaron con ella. Pero no hay que olvidar que los denuestos que recibe el sistema democrático, la cantinela de que nada ha cambiado, la justificación de la violencia porque el sistema sigue siendo fascista, sólo puede explicarse, desde la alegría combativa de la ignorancia o la simple desmemoria. La degradación moral que se deriva de la exaltación de la violencia, el miedo que genera el terrorismo y la barbarie de quien quiere imponer sus posiciones por la fuerza, son, sin embargo, problemas reales y graves de nuestra sociedad.

Quienes se reúnen para oponerse a cualquier decisión de los poderes públicos demuestran su afan por participar en los asuntos que afectan a la sociedad. Pero no habrá que concederles la razón por ese mero hecho, ni desconocer que algunas de esas coordinadoras encubren. el afán totalitario de quien quiere imponer sus postulados por la vía de la fuerza violenta o de la simple amenaza terrorista.

Plantearé algunos interrogantes que me preocupan, pues no pretendo otra cosa que contribuir a un debate ciudadano que huya de las descalificaciones ad hominem y se centre en propuestas políticas.

¿Se puede realizar la democracia sin conocerla, sin aceptarla, sin asumir sus límites, su fragilidad y su grandeza? La democracia es el régimen que se reconoce dividido: social, cultural, económica, políticamente, y que trata de resolver los conflictos existentes en la sociedad por la vía del mayor acuerdo y, si es posible, del consenso general. Los valores de la democracia se fundan en el respeto y en la tolerancia, tan vilipendiada por muchos de nuestros conciudadanos. La grandeza de la democracia es que defiende también el derecho a expresarse de quienes quieren acabar con ella.

Toda sociedad democrática debe proteger el derecho de las minorías a mantener sus posiciones, lo que conlleva también la existencia y aceptación de mayorías, que no son eternas por estar sometidas a sucesivas elecciones y al control legal y parlamentario. De ello resulta que hay quienes dirigen y quienes han de aceptar los diversos gobiernos que, en todo caso, pueden ser modificados.

La democracia se basa en el pluralismo, en el reconocimiento de intereses plurales y en la necesidad del entendimiento y la conciliación de los mismos. Se renuncia, por tanto, a la existencia de una única verdad, derive ésta de una deidad superior, ideología autorreconocida como superior, derecho natural superior, o auténtica memez como es sentirse representantes de "la voz y la conciencia de la tierra" (sic). Simplemente la democracia tiene que ver con una concepción laica de la vida, de una legalidad que se transforma y se modifica para adecuarse a las necesidades de los ciudadanos.

La democracia que tenemos no está libre de deficiencias, la crisis de la representatividad, por ejemplo, o las dificultades de la ciudadanía para organizarse. En Navarra el acuerdo encubierto de gobierno entre el PSOE y UPN hace muchas veces difícil el trabajo de una izquierda que quiere tender a una sociedad más igualitaria y menos defensora de los privilegiados.

Es una obviedad, por tanto, afirmar que no todas las decisiones de los gobiernos o instituciones han de ser aceptadas sin críticas; pero, al mismo tiempo, justo es reconocer que todas están sometidas al control público, expresado por los partidos políticos y los colectivos ciudadanos, y que se renuncia a la fuerza, a la violencia para imponer las opiniones discrepantes. El monopolio de la fuerza, por ser necesaria para garantizar la convivencia democrática, se delega en los poderes públicos, que están sometidos al control de legalidad y al control parlamentario y ciudadano; por eso mismo también es inadmisible que las fuerzas de orden público se extralimiten en su actuación, como hicieron al reprimir los cortes de carretera en Aranguren.

Tengo para mí, sin embargo, que una parte de aquellos viejos desprecios hacia la democracia formal los recogió la izquierda más radical en los años finales del franquismo y se están orientando ahora al rechazo de las actuaciones del Gobierno navarro en materia de obras públicas.

Se prefiere el éxtasis de una coordinada y dura oposición al sistema a propósito de cada una de las obras, antes que la efectividad diaria de un trabajo municipal, parlamentario o simplemente ciudadano, que pretende conciliar intereses y avanzar hacia una sociedad más justa.

Las coordinadoras en las que se subsume el individuo, el ciudadano concreto, cuestionan el mismo sistema democrático, arguyendo los intereses superiores y más dignos de un terrritorio o de un valle. Renuncian así a hablar de los derechos del ciudadano, del individuo, que deben estar en el fundamento de toda política democrática, también de una política medioambiental.

Porque si se toman en serio los derechos de los individuos, nos vemos obligados a considerar el bien general, a orientarnos a un ideal social. Un ideal común capaz de hacer tan compatibles como sea posible en cada momento los diferentes derechos colectivos (los que ponen el acento en la igualdad y los que lo ponen en la libertad) y los de las diferentes personas.

La discusión se plantearía, pues, no en el hipotético derecho natural de territorios o valles a oponerse a un pantano o una autovía, sino en conciliar los diferentes intereses ciudadanos y el interés general de la mancomunidad, provincia o comunidades autónomas involucradas. Naturalmente es preciso convenir con los afectados las indemnizaciones o compensaciones que han de percibir por las expropiaciones que las obras requieren.

Los intereses contrapuestos no tienen mejor camino de canalización -y no digo que sea el único y exclusivo- que las intituciones representativas donde se encuentran y opinan, cuando van, los representantes ciudadanos, sean la mancomunidad, el Gobierno o el Parlamento foral.

La democracia, cuando ya no hay grandes causas que inflamen los espíritus, ¿no corre el riesgo de hundirse en la melancolía? Yo creo que no. Antes bien, el riesgo mayor es el que se deriva de quienes la menosprecien y desprestigian, abriendo el camino a quienes quieren acabar con ella.

Por el contrario, la cuestión política esencial en este momento es tan antigua como la ya expuesta por Diderot: "¿Qué nos debemos unos a otros?", ¿cómo podremos ser capaces de conciliar intereses tan contrapuestos?, ¿cómo lograremos hábitos de tolerancia, tan denostada la pobre, entretanto intolerante?

es historiador

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