El orden del desorden
El viejo cineasta norteamericano Samuel Fuller en Calle sin retorno vuelve de nuevo a las viejas pulsiones que, unas veces de manera explícita y otras indirecta, han caracterizado siempre a sus películas, un tanto extrañas para el medio de producción -Hollywood- de donde procedían inicialmente.Se mantiene Samuel Fuller joven de mente y en sus últimas películas ha barrido muchas de las amarras que le ataban con el que fue su estilo inicial, lastrado y limitado por el referido sistema de producción. Y ha adoptado maneras de cineasta libérrimo, con acusada influencia del cine europeo de las últimas décadas. La repercusión que las libertades formales abiertas por la ya vieja nueva ola francesa tuvieron en la obra de Fuller es más que considerable y bajo su impulso el cineasta modificó y casi dio la vuelta a algunos de los rasgos de su primer estilo. En ello sigue, pero en su caso lo sorprendente es que, pese a todas las audacias formales que emprende, algunas evidentemente muy arbitrarias, Fuller sigue siendo en esencia el mismo de La casa de Bambú.
Calle sin retorno
Dirección: Samuel Fuller. Guión:Fuller y Jacques Bral, basado en una novela de David Goodis. Fotografía: Pierre-William Gleen. Francia, Portugal, Estados Unidos, 1989. Intérpretes: Keith Carradine, Valentina Vargas, Andrea Ferreol. Cines Lope de Vega, Amaya, Aluche y, en versión original, Bogart.
Descenso al infierno
Calle sin retorno cuenta con un actor que se ha convertido en emblema de algunos cineastas independientes californianos, Keith Carradine, y Fuller hace con él una incursión de gran sequedad y virulencia en el proceso de degradación de un individuo, asunto muy característico de casi todas las películas clásicas del cineasta, como por ejemplo su formidable Corredor sin retorno, con la que este filme guarda similitudes, además de la del título.El análisis de la degradación, del abrupto camino de descenso a un infierno al mismo tiempo ambiental e íntimo, vuelve a ser la médula de las imágenes de este director, siempre sorprendentemente coherente con sus incoherencias y con su caótico -e insistimos, con mucha frecuencia arbitrario- gusto por lo excesivo, por lo desmesurado y por todo cuanto se sale de norma. Con frecuencia esto produce tremendas arritmias en su película, que pasa de momentos de acierto pleno a otros en los que el espectador saca de donde no la tiene una tijera y con ella corta escenas completas de manera inmisericorde, para que no dejen huella alguna en su memoria: tal es su medianía, acentuada por la maestría que ofrecen en contraste otras.
Si eso es lo que se busca habitualmente en el cine de Fuller, en Calle sin retorno se encontrará en dosis generosas. Como siempre ocurre en un filme dirigido por este cineasta, vuelve aquí a dominar una especie de violencia informe, la expresión invertebrada -hay veces que el estilo de Fuller consiste simplemente en no tenerlo, en poner uno tras otro planos con lógica o ilógica de collage, de orden del desorden, sin organización de fondo, según la ley de la simple ocurrencia- de un pesimismo visceral que parece bastante próximo a lo retórico, pues está neutralizado por una excesiva carga intelectual. Una retórica, casi alquimia, de la violencia que este cineasta ha ido afinando a medida que ha envejecido y convirtiendo poco a poco a ese afinamiento en refinamiento.
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