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Por una critica de la crítica

En un mundo como el de la tauromaquia, en el que el pasado cuenta tanto, en el que siempre está presente el afán de comparar, de establecer vinculaciones entre un diestro antiguo y otro moderno, entre una época y otra, la labor de los revisteros que reseñaron tarde tras tarde lo acontecido en los ruedos ha sido básica. Sus escritos se han convertido en la única documentación persistente de unas décadas en las que sólo cabe adentrarse a través de sus testimonios.Pero este papel de testigos directos e indispensables de un pasado irrecuperable ha provocado que, los críticos taurinos hayan sido leídos sobre todo desde la perspectiva de su aporte de unos datos o de unos juicios que permiten reconocer y valorar lo sucedido en las plazas de otros lugares y de otros tiempos. Ha sido, pues, por su capacidad de evocación por lo que más se les ha apreciado. Sin embargo, más allá de esa labor que nos permite tener documentadas tantas actuaciones de El Chiclanero, de Frascuelo, de Lagartijo, de El Guerra, de Joselito o de Juan Belmonte, a través de las plumas de Abenamar, de Peña y Goñi, de Carmena Millán, de Dulzuras o de Sobaquillo, existe otra posibilidad de aproximarnos a sus escritos.

Porque además de reseñarnos cómo esos diestros ejecutaban las suertes del toreo, con sus crónicas puede y debe establecerse un corpus literario que tiene su historia: una historia propia, interna, alimentada de influencias, de reacciones, de rupturas, de polémicas originadas y vividas en su propio medio. Es todo un género literario el que se fue acuñando paulatinamente, primero al calor de las primeras relaciones caballerescas, después encontró también espacio en algunas revistas dieciochescas, para formalizarse en la época romántica y alcanzar su plenitud en los tiempos de La Lidia. Esplendor literario recuperado a veces en otros momentos, aunque haya sido con tono más desigual.

Pero así como la tauromaquia ha generado su historia -con el auxilio prestado por los escritos de unos críticos que han permitido interpretar estilos y valorar la evolución de las suertes-, apenas se han intentado reconstruir los mecanismos, los avatares, las sensibilidades que yacen tras esas distintas formas de ver los toros de los revisteros taurinos.

José María de Cossío dedicó unas páginas a esbozar una historia de la prensa taurina, Néstor Luján ha continuado esa labor con una puesta al día de los datos recogidos por Cossío. Ni uno ni otro han pretendido ir más allá de unas referencias biográficas que permiten situar y calificar algunos nombres cimeros. Y hay poco más -un estudio de Don Ventura, un artículo de Carmena Millán-; sin embargo, ese -Campo casi inédito para la investigación encierra muchas claves. Tanto para la propia fiesta -cuya historia se ve obligada a surtirse casi exclu sivamente de la opinión forjada por unos críticos que se vieron obligados también a crear opinión- como para la crítica, que analizada como género de creación autónomo dispensaría, a través de sus dos siglos de existencia, una amplia gama de actitudes valorables, desde aquellas en que era suficiente con enumerar los pases necesarios para cuadrar al toro hasta ejemplos recientes en los que la reseña ha pasado a convertirse en un bello ejercicio literario.

Entre una y otra de estas actitudes extremas se han dado otras muchas, de las que hay rasgos que han persistido, otro que se han perdido por específicos de su momento y, conse cuencia del propio movimiento interno, de las presiones exteriores o del gusto público. El análisis de todo ello aguarda que al guien quiera convertirse en críti co de la crítica.

Alberto González Troyano es profesor de universidad.

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