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Curro Vázquez, torero de los cincuenta

El otro día volvía de la plaza de las Ventas sí haber visto torear. Eso, desdichadamente, no es una novedad. Ocurre con excesiva frecuencia. Pero ese día un diluvio, como tantas tardes de San Isidro, había impedido que la corrida se celebrase. Y yo caminaba amparado en el paraguas, refugiándome de vez en cuando en algún café, y me daba por cavilar. Había ido a ver a un torero. Soy un aficionado restrictivo y siempre voy a ver a determinados toreros, y a otros me da igual ir o no a la plaza. Ese día yo había ido a ver un torero de los que me gustan. Se llama Curro Vázquez, y cuando torea aplica las leyes de la geometría que los buenos taurinos llaman "geometría del medio peso". Y volviendo de la plaza me dio por ensimismarme en la nostalgia de los años cincuenta.Curiosamente, ese día había leído unas declaraciones de un tenista, Juan Aguilera, que acababa de ganar el torneo de Hamburgo, en las que decía que él era un tenista de los años sesenta. A los pocos españoles que pudimos ver la final gracias al invento de la parabólica nos quitó muchos años de encima. Esa manera de jugar no pertenecía a este tiempo de corredores de 100 metros, de formidables pegadores y de pasabolas. ¿No hay en la manera de jugar de los tenistas de hoy algo que recuerda a los toreros de hoy? La verdad es que la gracia y el talento, el gusto y la técnica de Juan Aguilera me recordaban, enfrentado a ese enorme toro que es Boris Becker, a alguno de mis toreros preferidos, a los que he acompañado a lo largo de muchas tardes: los Pepe Luis, los Bienvenida, los Ortega, los Antoñete, los Ordóñez, los Manolo Vázquez... Y enfrentados ambos con el tiempo que les ha tocado en suerte vivir, esa especie de fragilidad alada de Aguilera es la misma que la de Curro Vázquez. Y ese regusto por hacer las cosas como a ellos les gusta, basándose en una estética del juego o de la lidia, y no en la moda y la fuerza impuestas por los tiempos, tiene un mismo origen. En el caso de Curro Vázquez, porque nos retrotrae a los cincuenta, a la célebre generación de toreros que Antoñete consideraba como "su camada", y en el de Juan Aguilera, a los sesenta, con aquel Manolo Santana que jugaba al tenis convirtiendo a la cancha en una página en blanco donde dibujar las bolas, como si de una geometría áurea se tratara.

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Precisamente, los toreros que a mí me gustan tienen que ver con determinada geometría. Ya suponen que no me refiero a Eucrides, sino a Belmonte. La perpendicularidad, el amaneramiento y el trayecto línea recta del toro no me dicen nada. A mí me gusta que el toro quiebre y que siga una trayectoria que le es antinatural: la trayectoria de la semicircunferencia o del medio queso. Porque cuando eso ocurre es que el torero está cumpliendo con su verdadera condición de oficiante de lo sagrado; es que ha dominado al toro, le ha hecho seguir una línea imposible, que le ha doblado de verdad y le manda, repitiendo el mito fundamental del hombre: el dominio de la naturaleza. La gracia del arte del toreo no está en esas figurillas de desplante o de inútil arquitectura que utilizan muchos toreros y que conforman el prestigio en el triángulo de Sevilla-El Puerto-Cádiz de los Curros y de los Rafaeles. En ellos, a veces, puede haber expresión, pero les falta diversión.

La camada de los 50

Y ya que hablamos de esa camada de los cincuenta, digamos que los grandes maestros y en los buenos toreros que produjo, que no todos llegaron a ser figuras -recuerden a Luis Alfonso Garcés, a Victoriano Vaiencia, a Juanito Posada, a Paquito Muñoz, por recordar sólo algunos-, ellos poseían las dos condiciones que me parecen básicas en un torero: expresión y dimensión. Para que se produzcan las dos cosas debe hacer más que gracia y estilo suelto: debe acompañar al gesto expresivo la inquietante realidad de un momento irrepetible, que es una cuestión de evidente geometría.

El único torero que voy a ver con excitación y esperanza en estos tiempos es Curro Vázquez. Y es porque en él -único heredero de los grandes herederos de Belmonte; en realidad yo creo que ellos (los Vázquez, los Bienvenida, los Ordófiez, los Ortega, los Antoñete, los Aparicio) fueron los que realizaron la verdadera estética belmontina- se dan las condiciones de lo mejor que aportó la generación taurina de los cincuenta. Cuando Curro Vázquez torea -con estos toros y con nmgun otro se pueden siempre diseñar los pases semicirculares de la geometría belmontina-, y eso afortunadamente ocurre más a menudo que en los milagros de.la dulzonería currista y paulista, algo sucede en la plaza que nos rejuvenece a los aficionados, como nos rejuvenece el tenis de Aguilera, y no porque nos recuerde un tiempo de la nostalgia y del olvido; porque nos descubre que el verdadero toreo, el que fueron capaces de crear Antoñete, Ordóñez, Ortega, Bienvenida, Vázquez, sobre las bases puestas por Belmonte, está hecho de expresión de la existencia y de análisis de la dimensión.

En Curro Vázquez, como en sus maestros, el tiempo no se detiene, existe en una geometría que a fuer de ser poética es casi mágica, el tiempo y el espacio se convierten en la utopía de la naturaleza dominada por el hombre. La bestia sometida a una línea circular que nos habla del poder del artista para convocar lo invisible. Y Curro Vázquez, como todo artista, como diría Paul Klee, "no reproduce lo visible, sino que hace lo visible". Eso que sólo existe en ese instante, en esa serie de semicircunferencias que parecen interpretar el cero y el infinito, y en lo que consiste el toreo. En lo que consiste el arte, la poesía y el quehacer humano. Nombrar lo innombrable, decir lo prohibido dominar la naturaleza...

Miguel Rubio es periodista.

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