La Intifada frustra y divide a los judíos
El poderoso Ejército israelí, incapaz de poner fin a la insurrección en los territorios ocupados
El embajador israelí en España, Shlomo Ben Amí, aseguró ayer que la matanza de siete palestinos, perpetrada el domingo en Rishon Lezion, cerca de Tel Aviv, fue obra de un lunático. Ésa es la versión oficial sobre un suceso que ha hecho resucitar a la Intifada, como se conoce a la revuelta de las piedras en los territorios de Cisjordania y Gaza ocupados por Israel, e Incluso fuera de ellos. Pero, aunque fuera así, habría que buscar la causa de este nuevo estallido de violencia en la conflictiva mezcla de sentimientos que la Insurrección ha provocado en la sociedad israelí, dividida y frustrada hasta la desesperación porque esta guerra es imposible de ganar y porque tal vez, ni siquiera es honorable.
Los estudios del Instituto de Estudios Militares, una entidad independiente ubicada cerca de Haifa y a cuyo frente figura un coronel retirado que dirigió el gabinete psicológico del ejército, reflejan que el 95% de los jóvenes israelíes quiere pasar por las Fuerzas Armadas, pero que 9 de cada 10 prefieren hacerlo en Líbano, pese a que el riesgo es mucho mayor que en los territorios ocupados. Más preocupante aún: desde que estalló la Intifada, el odio hacia los árabes ha aumentado entre la población, hasta superar el 40% de los encuestados.Más de 100.000 israelíes, la mayoría reservistas, han prestado servicio en Cisjordania y Gaza en los últimos 18 años, y tan sólo unos 70 han ido a la cárcel por negarse. Pero casi todos se sienten incómodos porque saben que el mundo les ve como integrantes de una fuerza represiva que responde a la piedra con la bala. Para ellos, los campamentos de refugiados palestinos son la antesala del infierno. Allí les esperan cócteles mólotov, cascotes, adoquines y cualquier otro objeto capaz de salir de una honda o un brazo.
Piedras, sí, pero jamás una bala. Las balas son judías. La estrategia de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), organizadora de una revuelta que sólo en su comienzo fue totalmente espontánea, es muy clara a ese respecto. La Intifada es una insurrección popular desarmada, una guerra más propagandística que militar. Cada mujer, anciano o niño apaleado, herido o muerto de un disparo es un argumento, una trágica victoria. Y, desde diciembre de 1987, cuando estalló el conflicto, ha habido más de 700 muertos, según los recuentos periodísticos más fiables. Judíos y palestinos alteran las cifras en su provecho. Los primeros, para reducirlas ("de hacer caso a la OLP, nadie muere de muerte natural en los territorios", asegura un portavoz del Ejército). Los segundos, para inflarlas, y para destacar además los miles de mutilados, ciegos y casos de aborto provocados por la represión israelí.Para los palestinos, la presencia de los soldados judíos en la que fue su tierra hasta la guerra de los seis días, en junio de 1967, es en sí misma una agresión ante la que tienen el inviolable derecho de defenderse. Este argumento es respuesta inmediata al israelí: que el Tsahal no hace sino defenderse, que nunca ataca sino para repeler una agresión. Y que por eso implanta el toque de queda (ayer mismo, un millón de palestinos estaban sometidos a esta medida, por sexto día consecutivo), detiene o dispara. Pero intentando evitar los abusos: más de 50 soldados han sido procesados por cometer excesos. Para evitarlos, cuentan con todo tipo de armas, de forma que nunca la defensa multiplique a la ofensa: porras, balas -de plástico, de ruido y de plomo- y granadas de humo y gas.
Treinta a uno
Sin embargo, la desproporción entre el número de víctimas de uno y otro bando es más expresiva que todas las justificaciones: por cada israelí, mueren 30 palestinos. Algunos de estos, sin embargo, tal vez unos 50, han sido ejecutados por orden de la dirección unificada de la Intifada, por traición o colaboracionismo con el ocupante.
No es el terror lo que ha unido, como en una piña, a toda la población de Cisjordania y Gaza en la revuelta contra Israel, sino la sensación de impotencia que produce el que pasen los años (23 ya) y, pese a que se hable de paz, y de negociaciones, y de conferencias, y de esfuerzos internacionales no se avance en nada, y el Ejército judío siga ocupando lo que habría de ser el soporte territorial de un Estado que ya tiene nombre: Palestina. En este contexto, los sucesivos planes de paz presentados por los dirigentes israelíes, y las diferencias entre laboristas y derechistas del Likud (más flexibles los primeros, más radicales los segundos) no parecen sino vanos intentos de ganar tiempo.
Los dirigentes de la revuelta en el interior son más radicales que Yasir Arafat, líder de la OLP, que ha tenido que frenarles más de una vez para que no decidan dar un paso extremadamente peligroso: responder a la bala con la bala. Estos líderes son perfectamente conocidos de los ser vicios secretos israelíes e incluso del ciudadano común, pueden moverse con una cierta libertad y reunirse semiclandestinamente con periodistas a los que explican sin tapujos su estrategia y objetivos, que son los mismos que los de la OLP, cuya disciplina admiten. De vez en cuando hay que pagar un precio: la cárcel o la expulsión. Pero la paradójica circunstancia de que Israel sea, pese a todo, un país democrático especialmente para los israelíes, hace que la arbitrariedad pura y dura esté excluida.
Con algunas excepciones Puede resultar más fácil explica el apaleamiento de un anciano o incluso la muerte, en combate, de un niño, que la destrucción premeditada de una vivienda. Para el primer caso, podría alegarse, desde la perspectiva israelí, legítima defensa. Para el segundo, sólo venganza o disuasión. La detención de un palestino por participar en la Intifada puede acarrear la demolición de su casa, o la de sus familiares.
Algunas de las víctimas de esta singular forma de aplicar justicia cuentan historias escalofriantes a los periodistas extranjeros, que suelen encontrar en los campamentos de refugiados escenografías no siempre espontáneas: niños haciendo la V de la victoria, tiendas de campaña sobre solares en los que antes había casas de piedra y en las que malviven familias numerosas y relatos de un día, siempre próximo, en el que los soldados judíos dispararon contra todo lo que se movía y se llevaron por delante unas cuantas vidas.
Y siempre, sin excepción, se acepta el liderazgo de la OLP. El primer ministro israelí, Isaac Shamir, podrá insistir en que Arafat es un terrorista y su organización una banda de asesinos. Pero ni siquiera su aliado norteamericano opina ya igual. Y aunque así fuera, no hay otro interlocutor posible. Los demás, superan en radicalismo al veterano líder palestino, que ha renunciado expresamente al terrorismo.
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