El arenero
Hay un momento inefable en la lidia. El hombre solo en los medios. Todos los Ojos fijos en él; y él, recreándose en la suerte, ultima la faena y, con los trastos plegados, se dirige -tan despacio, andándole a la vida y a la muerte- a tablas. Nadie le aplaude, pero todos le miran. ¡La plaza entera en suspenso! Sólo los pies de él en el albero. Momento indecible.Es el arenero. No es fácil que el periódico reseñe su labor en la corrida, ni siquiera cuando para sepultar un cagallón de proboscídeo o secar un charco sangre tamaño Baikal la cuadrilla ha tenido, a fuerza de hincar la pala y trasegar espuertas, que remover himalayas de arena. Pero el mérito de esa brega no aparece en la crónica, ni tampoco quedará para la posteridad, escrito en letras de molde, el inimitable estilo que Fulano o Mengano tuvo para manejar el cepillo desmayando el brazo, gustándose hasta decir basta.
En Las Ventas los areneros hacen el paseíllo con el mejor de los donaires. Da gloria verles, con su multicolor terno merecedor de la envidia de los gremios de acomodadores -y aún de domadores- portugueses, saliendo al ruedo, describiendo detrás del cortejo todo de alguacilillos, espadas, peones, varilargueros y monosabios esa extraña curva que les mete a todos, mientras el público aceza de expectación, a los pies del palco del presidente. Con orgullo torero, los areneros se destocan como el que más. Ese es el único momento en el que los aplausos les rinden homenaje. La fiesta, bien mirado, es avara con sus héroes.
A ojos del espectador extranjeruzo, o del aborigen indocumentado -que es especie que abunda, incluso en la plaza, lo cual dice mucho bueno sobre lo tolerante de los aficionados, que no impiden a nadie que se acerque a disfrutar de la lidia- los areneros son, palmo más palmo menos, como los monosabios. ¡Craso error, don Akihito! ¿Por qué no se fija? ¿Para qué, vamos a ver, estarán los blusones? Si los de los monosabios son pimentón rabioso, y los de los areneros verde aceituno, por algo será.
Y no se trata de que el color de uno y otro sea precisamente ése por un afán de simbolizar quisicosas y de dar que hablar: el busilis reside en que cada cuadrilla lleva, como si dijésemos, su coromatismo coromático para que se vea que cauno es cauno.
Lo del monosabio es más agradecido, porque trajinan con caballos de picar y petos en el tercio de varas, y cuando llega la ocasión se lucen tomando el olivo o haciendo quites a base de arrojar la gorra a la fiera, ahí a tres pasos. El monosabio, ostensiblemente, sale a torear dispuesto a que se fijen en él. Y eso, en la lidia, es requetelícito.
En cambio a priori la labor del arenero parece condenada al anonimato. Unicamente escasos paladares saborearán las honduras de sus andares, el conocimiento para pisar los terrenos, la ligazón en medio de la suerte.
Pero ese momento. Cuando en el albero, relimpio, renacido, no queda nadie. Sólo el regusto del toro arrastrado momentos antes,; la esperanza del toro que va a salir. Ese momento. Todos los ojos. El arenero solo.
Babelia
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