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El Papa sueña ya con la conquista de la plaza Roja

Juan Arias

Juan Pablo II, con su viaje relámpago a la República Federativa Checa y Eslovaca para anunciar sobre la tumba de san Metodio la convocatoria de un sínodo europeo extraordinario, acaba de realizar una nueva etapa fundamental en su sueño de conquistar para Cristo la plaza Roja de Moscú, la capital soviética, considerada como la segunda Roma, el Vaticano del Este.Desde que el primer Papa polaco, el primer Pontífice eslavo de la historia del cristianismo, se sentó en la silla de san Pedro, en octubre de 1978, tuvo un solo sueño: pisar la Unión Soviética, llevar de nuevo la cruz hasta el centro del país que, según él, se había convertido en el imperio del mal.

Tenía entonces 57 años; era uno de los papas más jóvenes de la historia.

Su conquista del imperio del mal, que debía convertirse a Cristo, so pena, según los secretos de Fátima, de un apocalipsis atómico para la humanidad, tenía que empezar lógicamente por su Polonia, único país del bloque ateo al que difícilmente podían impedirle la entrada.

Recuerda este corresponsal que el primer grito del papa Karol Wojtyla en la plaza de la Victoria de Varsovia, ante una cruz gigantesca, fue: "Nadie tiene el derecho de eliminar a Cristo de la historia". Recuerda también la afirmación hecha por el papa Wojtyla en Gniezno al día siguiente, cuando se preguntó si no habría sido la providencia la que había decidido que llegara a Roma un Papa eslavo para hacer, en nombre de la fe cristiana, de las dos Europas rotas una sola bajo la sombra de los campanarios.

Gorbachov le había invitado personalmente a visitar la Unión Soviética. Pero los tiempos no estaban aún maduros. Tenía que llegar un nuevo milagro: la caída del muro de Berlín, la vuelta a la democracia de los países satélites de Moscú. Y ha querido empezar su conquista del Este por el país que había sido más duro con él: Checoslovaquia.

Y ha entrado en Praga como un auténtico vencedor. Sin ambages diplomáticos, arremetió con dureza contra el viejo régimen que le "había cerrado la frontera" y del que dijo cosas durísimas: que era el reino de la noche; que había sido asesino de cristianos; que había levantado una torre de Babel; que había construido un mundo sin Dios y, por tanto, "enemigo del hombre".

Y ha declarado sin ambigüedades que, tras la "noche" comunista, ahora llega "la luz del día" de la Iglesia. Una Iglesia que les ha dicho que hasta ahora había sido "pobre", pero que ahora debe ser "fuerte" y constituir la nueva reserva espiritual para purificar a Occidente del ateísmo consumista. Un Occidente que le siente cada vez más hostil y donde hasta los teólogos católicos se le han levantado en armas, y al que ha acusado de estar enfermo del virus de la secularización.

Durante el concilio, el nonagenario cardenal Tomasek, arzobispo de Praga, el héroe religioso de Checoslovaquia, había declarado con emoción a los 3.000 obispos que le escuchaban: "Nuestra fuerza espiritual nos viene de nuestra providencial pobreza forzada, que nos obliga a vivir como pide el evangelio y cercanos a los más humildes".

Pero ahora el papa Wojtyla, que le ha abrazado con afecto, está convencido de que se acerca una nueva cristianización de Europa, y prefiere una Iglesia que salga de las catacumbas y se haga visible.

Edad Media

Siempre pensó y defendió que no puede existir una Europa unida si lo que coagule dicha unidad no es la vieja linfa cristiana de los tiempos de la Edad Media.

Él lucha, sin duda, con todas sus fuerzas por conseguir esa meta, que debe culminar con el anuncio del evangelio en la plaza Roja de Moscú. Sólo la historia podrá decir mañana si se trata de una auténtica profecía o tan sólo de un sueño arrancado de la vieja literatura mesiánica polaca.

Por ahora, hasta en Praga no pocos teólogos católicos temen que ni el volcán Wojtyla, ni la libertad religiosa reconquistada plenamente, difícilmente será capaz de frenar el irresistible empuje de la secularización, incluso en los países del Este apenas conquistados a la libertad democrática, donde de golpe han empezado significativamente, como declaran algunos obispos, a disminuir las vocaciones religiosas.

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